A veces ocurre. Y, cuando ello pasa, hasta el mismísimo André Breton en cualquiera de sus apoteosis surrealistas se quedaría en mantillas. Sucedió el pasado martes, mientras me afeitaba. De pronto, vi cómo de mi oído izquierdo, no sin dificultad, salía un acorde musical. Mientras se desperezaba, aprovechando que titubeó un instante, pude distinguir nítidamente que se trataba de un si bemol. Tras orientarse visualmente voló decidido hasta mi oído derecho y ágilmente se introdujo en él.

Paralelamente, mientras el si bemol desaparecía en mi oído derecho, vi cómo desde mi oído izquierdo, con idéntico tempo, salía una séptima que, despavorida, huía de un acorde en mi menor. Mi interpretación en ese momento fue que el orgulloso acorde en si bemol no quería relacionarse con la séptima y por ello se daba a la fuga mientras que el acorde en mi menor, aparentemente muerto de amor, quería hacerla suya a toda costa. Surrealista la escena, posiblemente, pero, como notación musical, fue un pasaje de la vida misma.

Ya en el coche, que a menudo es el mejor habitáculo para pensar en paz, volví sobre la escena que se me antojó como una parábola compleja. Las parábolas mensajeras, como las perlas, cada vez son más escasas; las otras, las parábolas geométricas que describen físicamente los ovnis y los ovsis, no tanto. De hecho, la sociedad moderna es más proclive a identificar la parábola con el arte del futbol que practica Messi al marcar gol a base de sobrepasar la barrera de jugadores que pretenden impedirlo, que a identificarla con el sermón de la montaña que narra la palabra de Jesús según su trascriptor, Mateo el Evangelista, por ejemplo. Una pena, porque la parábola, como licencia literaria, es una herramienta brillante siempre que se demuestre desnuda de encorsetamientos.

Por un no sé qué que qué sé yo, la parábola del pasado martes me evocó tanto la razón de ser del Congreso de los Diputados como su antinomia, y ello me llevó a articular mentalmente un exiguo ensayo por analogía respecto de un pentagrama repleto de notas y acordes en el que constatar lo innegable fue fácil. Emparejar el Congreso con un pentagrama se me ocurrió basándome en el principio de que para el fin perseguido ni la política ni la música tienen connotaciones etarias. Creo que ganó la música, por goleada.

Identificando acuerdo y armonía como sinónimos observé que, en un sentido, la razón de ser del Congreso, en esencia, es el acuerdo por el bien de España, no el desacuerdo por el bien de España, y que la razón de ser de la música es la armonía por el bien de la música y no la desarmonía por el bien de la música. En otro sentido, observé que el Congreso está compuesto por partidos, configurados a su vez por diputados electos y que la música está compuesta por acordes, que, a su vez, están configurados por notas.

En los acordes todas las notas se unen armónicamente en algún punto de las siete octavas y un pelín que tiene un piano, y/o en algún punto del diapasón de una guitarra, por ejemplo. Contrariamente a esto, ni en el Congreso se unen armónicamente los partidos por el bien de España, ni en el seno de cada partido se unen sus afiliados por el bien de España. El interés partidista, en el caso de los partidos, y el interés particular, en el caso de sus afiliados, son «negocios políticos» establecidos in pectore en los que el único objetivo no es el bien de España, sino que en su raíz subsisten estratos condicionantes.

Dicho lo escrito, parece obvio que, en música, los acordes son acordes y no desacordes por su capacidad intrínseca de conformar uniones armónicas, y que, en política, los partidos son «partidos» en lugar de «unificados», precisamente por su manifiesta incapacidad de conformar acuerdos armónicos. Creo que Nietzsche estuvo en lo cierto cuando sentenció que «la política es el campo de trabajo de ciertas mentes mediocres» después de haber afirmado que «sin música la vida sería un error».

Abundando en lo escrito, hay una verdad constatable en las esencias primeras de todas las partituras magistrales y del Congreso de los Diputados:

En las partituras magistrales, nunca fueron demasiadas las notas para hacer música. En el Congreso de los Diputados siempre brillaron sus muchos notas y su poca música.