Yo tengo un cuñado -bueno, tengo varios y varias- pero al que me refiero vive en New Jersey, se llama Luciano, ha hecho realidad el sueño americano y lo quiero mucho. Es decir, lo normal entre cuñados y cuñadas, sobre todo en estas fiestas, que antes se decía que eran tan entrañables y que ahora deberíamos decir que son extraterrestres. Lo normal era que a la primera de cambio, en la Noche de Paz, se liara la tercera guerra mundial por cualquier motivo, normalmente político, o económico. Este año, Dios tenía otros planes en su infinita misericordia absolutamente inmerecida por nuestra parte, que bastante tenemos con aguantar diariamente al Apolo de Belvedere proclamando tonterías, a la egabrense dedicada a sus pasatiempos filológicos y al señor de los moños rugiendo como la marabunta contra el Rey al que debe, entre otras cosas, la libertad. El Señor ha querido enviarnos esta peste vía Pekín, vía Soros, o quien haya sido el ocurrente mensajero, no sabemos con qué propósito y pasaremos la Nochebuena como cualquier hijo de vecino, es decir, deseando que amanezca. Es posible que muchos estén durmiendo una mona vespertina a partir de las once de la noche. Mientras en la televisión sin sonido, imágenes de colores chirriantes reflejan la última genialidad sobre primeras citas entre frikis abominables, concursos de alta cocina incomible, la enésima proyección de cualquier engendro de Dan Brown, o cualquier tipo de somnífero que se le haya ocurrido a alguno de los genios públicos o privados, que suelen idiotizarnos cotidianamente al son de aquello tan bonito de «vamos a contar mentiras, tralara...» En general suelo querer a mis cuñados y cuñadas, pero solo voy a hablar de este de New Jersey, por ahora, porque ya sabe uno que el escritor propone y el teclado dispone.

Mi querido cuñado se largó a Estados Unidos, con una mano atrás y otra adelante, por recorrer el mundo, por deseos de aventura, por hacerse rico y porque, aunque Franco no estaba entre sus prioridades vitales, no le daba la gana de perder dos años haciendo la mili. Más o menos, como los conquistadores del Imperio. Y ha triunfado, como algunos de aquellos y posiblemente conozca más kilómetros cuadrados del continente americano que la mayoría de ellos. Gracias a él, he conocido a fondo Manhattan y Atlantic City, Edison y Princeton, Pennsylvania y Filadelfia, Newark y Coral Gables, Miami y Cayo Largo, he visto un enorme tiburón en la propia Ocean Drive a escasos metros de la orilla, he soportado el calor de Florida espeso y angustioso como un manglar, cruzado todos los puentes de Brooklyn, el barrio de los judíos ortodoxos y los chiquitines con sus tirabuzones, y hemos visto Manhattan desde el lado contrario del Hudson, desde Hoboken, donde nació 'La Voz', Frank Sinatra, hijo también de italianos pobres; he cruzado el Delaware y el San Lorenzo, y los increíbles colores de los bosques de Massachusetts no me son desconocidos. Y hemos recorrido los tres en camioneta desde Nueva York a Montreal en un viaje como un road movie, con la música en la radio como único sonido durante cientos de kilómetros y los ojos felices entrecerrados tras las Ray Ban, a través de los Catskills y los Berkshires€ estas cosas no se olvidan... llegar a Montreal cruzando el Pont Champlain, la bellísima y cultísima y francesa ciudad vieja de calles estrechas adoquinadas, tiendas pequeñitas con cestas de flores y bistrós y cafés y patisseries, como en cualquier lugar de la Francia interior. Y el distrito financiero, en el que se respira dinero y en el que celebramos mi cumpleaños en la Queue de Cheval... cuantos recuerdos bellísimos, no enmarcados en la nostalgia, ni en la belleza que satina el tiempo, no, belleza real que vivimos felices y despreocupados de cualquier contratiempo posible. Qué alegría un viaje no programado, no dirigido, sin un rumbo marcado previamente, el viaje por sí mismo, como camino y a la vez como destino...

Y también le debo conocer a fondo el terrible y hermosísimo invierno neoyorkino, cuando tu avión tiene que aterrizar como sea en el JFK en medio de una tormenta de nieve, y ver nevar horas y horas tras los cristales, soñando en escribir algún día aquellas experiencias, y ver a un ciervo, o una mofeta en el jardín y ayudarle a apalear la nieve en la puerta de casa y pasar días de compras en los gigantescos Mall de las autopistas, y la Nochebuena y la Nochevieja en casas de amigos, bailando hasta el amanecer y encontrar al salir que hay un metro de nieve en la puerta y te hundes en ella para llegar al coche, todo tan diferente, tan especial, tan de cine que uno no creería nunca que no eran fantasías animadas de ayer y de hoy.

Y recorrer la Quinta con el sonido de las campanas y los escaparates de Macy's, Tiffanys, Cartier, o Bergdorf & Goodman, o desayunar en la Trump Tower en medio de aquel delirio de planchas doradas cubriendo las altísimas paredes, y notar las oscilación de las Torres Gemelas y al año siguiente sentir un hueco en el estómago al contemplar el monumento memorial a las miles de personas desaparecidas literalmente en el vacío. La vida corre tan aprisa en Nueva York... Y ver algo tan típicamente neoyorkino como el espectáculo del Radio City Hall, ese edificio prodigioso en su belleza también dorada -el color del dinero - y las Roquettes tan exactas en sus movimientos como si fueran bellísimos y rubios robots, con esas sonrisas sanas, que solo se encuentran en América, solo allí hay gente con dientes tan blancos, tan brillantes, tan perfectos, tan iguales. Y después cenar un espectacular T-bone steak junto a la pista de hielo en la que hemos visto tantas escenas de amor en tantas películas, mientras una chica grácil y esbelta como un cisne, se desliza y un chico enamorado intenta seguirla patosamente, junto al abeto gigante que días antes ha inaugurado y encendido la First Lady de turno. Y entrar a rezar una oración a la Catedral de San Patricio que, en su enormidad, no es sino la venganza de los irlandeses católicos pobres pisoteados por sus amos anglicanos con dos catedrales protestantes en Dublín y ninguna romana antes de la independencia de Irlanda, en un país mayoritariamente católico, prueba de que también en el altar hay que tirar las monedas contra la losa. Un coro multitudinario canta el Mesías, o más bien, el Aleluya, una y otra vez, «King of the kings and Lord of the lords, councellor, the Mighty God and Everlasting Father, the Prince of peace». Y niños, miles de niños, y gente que se abraza y sonríe y continua nevando y los componentes de un coro del Salvation Army cantan en una esquina «Jingles Bells», con caras de presunta preocupación por los pobres, por los homeless, que viven -es un decir- en unas escaleras que conducen a un sótano al lado mismo de los que cantan. Y esos ojos no necesitan fingir tristeza, porque toda la del mundo anida en sus retinas, convertidos en cadáveres vivientes por la droga, o el alcohol, mientras recuerdan argumentos de libros que quizás alguna vez estuvieron a punto de publicar, o incluso llegaron a publicar, en esa gigantesca biblioteca y factoría de escritores que es Manhattan y se comprende, porque solo contemplar por vez primera el skyline de la isla desde la autopista produce una emoción que ninguna otra ciudad provoca, Nueva York, la reina del mundo, la capital del Imperio, como supongo que emocionaría a los que llegaban por vez primera a Roma y contemplaban el Coliseo y el Aventino. Pero es muy superior la carga literaria de esta ciudad sin igual, de este lugar en que los rascacielos se clavan literalmente en la roca negra que constituye la base inamovible que los sustenta. Por eso las Torres Gemelas no se quebraron, ni se derrumbaron, se desplomaron literalmente en sentido vertical a causa del calor y no porque fallaran los cimientos. En Central Park, cerca de donde vive la mujer que cuida los pájaros, una gran piedra negra sobresale entre la nieve blanquísima y me recuerda el contraste entre la arena nívea y las rocas volcánicas en mi añorada Fuerteventura.

Y la Estatua de la Libertad, símbolo de esperanza muchas veces frustrada y algunas veces cumplida en el extremo sur, tan cerca de la Bolsa€por otro lado y tan próxima al Village, donde tantos perseguidos por razones sexuales encontraron un cachito de cielo particular para vivir sus vidas plenas, sin miedo, leyendo el NYT en las terrazas de los cafés los domingos por la mañana. No puede haber nadie en este mundo tan feliz...

Y la mañana de Navidad, después de una noche interminable de bailes latinos y comidas mestizas, en las que se mezclan el pavo norteamericano, con el lechón latino y los vinos de la Ribera del Duero con los de California, y mantecados y turrón como en España, porque dos culturas, que fueron hasta allí a ganarse la vida, lo han conseguido y se mezclan en perfecta armonía y lo celebran. El primero que se despierta a mediodía empieza a tocar una campana y a gritar «Merry Christmas» y el árbol está cercado de cajas de brillantes colores -todo es brillante en América, hasta el azul acero de películas como Mystic River- y empiezan las risas como aquí, como en todo el mundo cuando la vida es normal y no hay fantasmas a la vista. Y ha parado de nevar y el cielo es de un hiriente azul, mientras la nieve comienza a convertirse en hielo que está flotando en el aire y vienen los amigos de las casas próximas y traen pasteles y tartas caseros, el Christmas pudding y la tarta de arándanos y jengibre y después se devuelve la visita para lo mismo. Y risas y gritos y abrazos. Es confortable y cálido andar en calcetines gruesos de lana sobre el suelo enmoquetado del hogar. Es un mundo de una deliciosa ingenuidad, como un cuento hecho realidad y uno piensa que Disney no es una mentira tan grande y que efectivamente Mr. Scrooge en el fondo era una buena persona como aseguraba Dickens.