El estereotipo, a pesar del matiz peyorativo que la propia palabra irradia, es una herramienta muy útil para fomentar la plática y poder hablar, en general, sobre cualquier tema. Porque, en ocasiones, seamos francos, también es gozoso opinar con lengua suelta y espíritu libre, sin tener que hacer de ello criterio de cátedra ni daño a nadie. Por eso, aunque a todos nos consta que la melanina no imprime carácter, o quizá sí, ahí sigue intacta la clásica y estereotipada distinción: ¿rubias o morenas? Y digo yo: ¿es que hay que elegir? Servidor proclamaría sin pudor que el tema de lo rubio siempre ha dado mucha más cancha dentro del anecdotario general y que supera por goleada a su concepto antagónico. Así, si un psicólogo me pidiera una respuesta inmediata a la palabra rubia, lo tendría bastante claro: Kim Basinger. Concretamente, bajo el look de L.A Confidential, ya saben: dejando caer hacia un lado una onda infinita de cabello soleado. Y no me vayan a saltar con prejuicios juramentados: una impronta es una impronta, y uno no la elige. En cualquier caso, como digo, lo rubio siempre sobrepasa. Rubia era la vieja peseta, que en paz descanse, en boca de mis abuelos y en la mía propia; rubia es la cerveza que el cuerpo te pide con sed (no ya la de media tarde, donde la saciedad te hace beber, por mera experimentación, casi cualquier cosa); así como rubia es también la raza del chuletón de vaca rubia gallega, valga la redundancia. Como ven, las variantes del término nada malo traen al estrado. Pero, volviendo al arquetipo femenino y tirando de cine, que es el campo más gráfico, si bien la Basinger supo encarnar la iconografía de la femme fatale de la novela negra, no sería de justicia olvidar la bifurcación de la rubia que, proyectando infinita fortaleza desde una imagen de aparente inocencia, doblegaba las voluntades, las rodillas y las miradas de legiones de hombres al susurro melódico del «happy birthday, mr. president», que entonaba la Monroe, así, bajito, como al oído. Y tanta presencia nos trae el concepto que, otras veces, tan ficticio desde las potencialidades del Loreal y otros afines, fácilmente se ancla en la mentira para convencernos de una falsa realidad. Porque si ustedes buscan en Google a las rubias más famosas se toparán con una lista encabezada por Nicole Kidman, que, al menos en las profundidades del conocimiento que yo he podido alcanzar, salvo error u omisión, es pelirroja. Tal que así lo entonaba aquel chascarrillo de «rubia de bote?», que no recuerdo bien cómo concluía. Con todo, la rubia, siempre presa del chiste fácil en cuanto a lo avispado de su calibrar, estereotipo sobre estereotipo, sigue inundando la iconografía de lo meramente físico, conformando mil fetiches implantados que acontecen desde que el mundo es mundo y a pesar de todo lo que puedan decir Salma Hayek y su serpiente, que tampoco eran moco de pavo. Y así, rubia entre las rubias, diva entre las divas, es como también emerge la ínclita So Blonde, crecida en Torremolinos, «la que escribe cosas, cómics, cuentos y novelas», siempre bajo la enigmática presencia de una melena áurea que, en forma de interrogante, nos endiña a golpe de teclado y a partes iguales, ya un primoroso candor, ya un guantazo verbal del tamaño de las tortas de la Virgen de las Angustias. Bajo el amparo de ediciones Vernacci y las inquietantes ilustraciones de Olga Artigas, So Blonde salta nuevamente a la palestra con Cosas que pasan en la frontera: un relato o cóctel de la casa que sólo ella sabe combinar y que pondría de rodillas al mismísimo Tarantino. Y para nada necesita de la coadyuvante iconografía del cine. Su lengua libre le sobra y le basta desde su particular alquimia de palabras escritas y prohibidas: un thriller de carretera que, bajo los sugerentes atavíos del western fronterizo, viene a ser protagonizado por un elenco inigualable de mujeres al límite y cuyas realidades convergen en una suerte de crisol que nos evoca los femicidios de Ciudad Juárez. Y todo ello saltando por encima de lo esperado, dejando muy atrás toda frontera, sobrepasando gratamente cada línea y a muchos horizontes más allá del sugerente e inquietante territorio que nos puedan regalar las letras.