Mi primer recuerdo de la política es la campaña electoral de 1982 y de los resúmenes que se emitían en el telediario. Para los españoles, se trataba de un tiempo de esperanza y novedades; para mí -para mis ojos de niño- se trataba de la curiosidad inmensa que suponía contemplar por primera vez un espectro nuevo de la vida adulta. Recuerdo la televisión y los periódicos, pero no que en casa se hablara especialmente de política. Era como si la información y la cultura fueran por un lado y el debate partidista por otro. De las páginas nacionales pasé muy pronto a las internacionales, con figuras que ahora no sé muy bien por qué me llamaron la atención. A los colegios acudían técnicos -¿o serían políticos?- del Govern y del Consell para explicarnos en qué consistía la autonomía y cuáles eran los poderes de las distintas administraciones. Yo creo que no entendíamos nada y que, en el fondo, todo nos parecía lo mismo. Ya se sabe que pensar consiste en distinguir, pero ¿qué capacidad de matizar tiene un niño de diez u once años? Sí que recuerdo que uno de los conferenciantes aprovechó para alertarnos acerca de los peligros de tomar Coca-Cola porque, «como ya dice su nombre, la Coca-Cola contiene cocaína en su fórmula». Ese era el nivel, sin que nadie protestara, al menos en público. A mí me generó cierta inquietud que resolvió mi madre al llegar a casa y explicarme que, en efecto, así había sido en los comienzos, cuando la bebida se vendía en las farmacias; pero que ahora no debía preocuparme de nada: la Coca-Cola era agua azucarada con cafeína y poco más. Benditas sean las familias -pienso ahora- que nos protegen de la estupidez de los iluminados. La condición humana no cambia y las anécdotas siempre terminan coloreando la realidad, aunque nadie quiera elevarlas a categoría. Quizás hagamos mal, pues en nuestra época -a pesar de la influencia del Big Data y el prestigio del pensamiento científico- las administraciones continúan alentando chapuzas como las «inteligencias múltiples» y otras patrañas similares.

Con los años, uno va perdiendo la curiosidad infantil y empieza a hacerse más escéptico, más descreído. ¿Qué queda de aquellas esperanzas del niño? El sabor amargo de la decepción. Lo digo sin idealizar un pasado en el que creo sólo a medias. Sin embargo, no cabe duda de que en estos últimos quince años la política española se ha convertido en un vodevil de mal gusto, dirigido más a manipular las conciencias de los ciudadanos que a asentar los valores de una sociedad adulta. Como en todos los procesos de degradación, las raíces del problema se sitúan mucho más atrás. Las fronteras, por decirlo con palabras de Daniel Boyarin, son «abiertas y porosas». No hay compartimentos estancos ni procesos que empiecen en un momento puntual.

En efecto, uno empieza a desear un Estado pequeño, una administración centrada en los servicios esenciales y poco más. Una sociedad que dependa menos de la política y más de su propio esfuerzo bajo una Administración más eficiente, por supuesto, pero menos decantada a colonizar los pocos espacios que aún permanecen libres de su influencia. Todo lo contrario de hacia donde nos dirigimos hoy.