En Alemania, el país que, gracias a su inicial determinación y a su avanzado sistema de salud, logró superar mejor que otros europeos la primera ola de la actual pandemia, ha vuelto a quedar claro que contra el Covid-19 no valen medias tintas.

Son en efecto imprescindibles determinación y consecuencia, una estrecha coordinación entre la política y la ciencia, y sobre todo una clara estrategia, algo que se echa muchas veces de menos.

Superada con relativo éxito la primera ola, tanto los políticos como los ciudadanos se relajaron y en el siempre difícil equilibrio entre la economía y la salud pareció volvió a inclinarse la balanza a favor de la primera.

Temerosos del rechazo ciudadano de medidas impopulares como el rastreo de los contactos - sorprendente cuando entregamos irresponsablemente nuestros datos más íntimos a Google, Facebook o Amazon-, los políticos de todos los partidos se perdieron en debates inútiles.

Es cierto que no ayudó tampoco la confusión entre los científicos- virólogos, epidemiólogos y estadísticos-, que no acababan tampoco de ponerse de acuerdo, por ejemplo, sobre si había que cerrar o mantener abiertas escuelas y guarderías.

A esa confusión contribuyeron sin duda las dificultades para determinar dónde se producían los contagios y el hecho de que el errático coronavirus podía resultar letal en unos casos y casi inocuo en otros: todo en el seno de una misma familia.

Ni facilitó las cosas la propia estructura federal del país, que hacía que los gobiernos de los ´laender´ con menor incidencia de la enfermedad se opusiesen a medidas drásticas que pudieran suponer un grave daño para sus economías.

Tampoco ayudaron los conspiranoicos de turno, una amalgama de neonazis, ácratas e irresponsables, que se dedicaron a organizar ruidosas manifestaciones para negar la peligrosidad del virus y la supuesta utilización por el Gobierno de la pandemia como pretexto para reprimir las libertades individuales.

En su confusión mental o su cinismo, que de todo hay, muchos de esos manifestantes llegaron a comparar su lucha con la de los disidentes contra el régimen comunista de la RDA, al que llegaban a equiparar al de la actual Alemania.

Así hemos llegado también aquí - escribo esta columna en Berlín- a una situación de crecimiento exponencial de los casos positivos, las hospitalizaciones y fallecimientos, que ha obligado por fin al Gobierno federal y a los de los ´laender´ a adoptar medidas que debían haber tomado hace ya mucho tiempo.

Medidas que, desde el miércoles de esta semana, y hasta el 10 de enero obligan al cierre de comercios no esenciales, aunque podrán seguirán abiertos los bancos, las ópticas y los talleres mecánicos, y limitan estrictamente el número de personas que pueden reunirse estas fiestas en el mismo hogar.

En este último caso, se apela antes de nada al sentido de responsabilidad de los ciudadanos ya que a nadie se le ocurre que la policía vaya a violar, salvo en algún caso extremo, la privacidad de un domicilio.

También se prohíbe este año en toda Alemania la venta de productos pirotécnicos, así como los fuegos artificiales y las reuniones de gente en lugares públicos la noche de fin de año.

El Gobierno se ha comprometido a compensar a los comercios, autónomos y artistas afectados con nuevas ayudas económicas destinadas sobre todo a cubrir los gastos fijos y que pueden costarle al Estado 11.200 millones de euros durante el mes que dure el cierre.

Sigue faltando en cualquier caso una estrategia a largo plazo aunque todos parecen confiar en que el recurso a los tests rápidos - sin embargo, no siempre fiables- y sobre todo las vacunas en cuanto estén disponibles conseguirán doblar definitivamente la curva. No hay, en cualquier caso, que bajar la guardia.