Y están aquí. Como todos los años. Grandes, pequeños, nunca discretos. Siempre chillones. De renos o arbolitos, con chirimbolos o gorros de Papa Noel. Abrigan. Son los jerséis de Navidad. Nadie está a salvo. Entiendo que es un asunto delicado, peliagudo y sobre todo hortera, pero es cierto que un columnista ha de estar presto a comprometerse con los grandes debates de su tiempo. Sin rehuir nada. Imaginen que dentro de cien años alguien trata de recopilar estas columnas para mis obras incompletas y encuentra que no hay ninguna sobre esos jerséis como nórdicos, pintureros y navideños tan calentitos y llamativos. No, no sería de recibo, si bien, el recibo al agenciarse uno puede ser tan llamativo como el cromatismo de la prenda.

Los jerseys de Navidad lo son. Asunto de importancia. Me gustan. Pero en los demás. Me gustan si me los regalan. Para tener un jersey de Navidad no es necesario ir a comprarlo. Basta con tener un pariente cachondo, una suegra friolera o un primo en Suecia. Pero a veces la gente no está en lo que está y va y regala corbatas y cosas absurdas. Incluso perfumes, zapatos, libros o pulseras. No, hombre no, hay que regalar al ser más querido que tengamos un jersey horterón y colorido, mullido y que dé el cante. Y que esa sea la prueba suprema de amor: que se lo ponga. Si no se lo pone, hay motivo para el gozoso reproche: ah, que me recriminas que no he fregado los platos, pues mira, tú no te pones el jersey que te regalé. Ah, que recoja yo al niño, pues ponte el jersey, hombre ya, que me costó una pasta. Eso sí, hay que estar hecho de una pasta especial para ponérselos. O para negarse a ponérselos según quién nos lo regale. Ya cuelgan en los escaparates y le cuelgan a más de uno por las rodillas. Ya están ahí por calles y grandes almacenes. El misterio es qué hay debajo: camisa, camiseta, simple barrigón o torso plano. Nos hacen parecer bonachones. Pero dan la nota. No siempre un diez.