Todo el mundo desea llegar a viejo, pero cuando lo consigue empieza a quejarse de los numerosos achaques que acompañan a la edad. La otra opción, que básicamente consiste en morirse, resulta sin embargo mucho menos atractiva, salvo para los suicidas. Algo parecido ocurre ahora con la vacuna contra la covid, que de aquí a poco comenzará a dispensarse si todo va bien. Más de la mitad de los españoles han confesado al Centro de Investigaciones Sociológicas que no son muy partidarios de probarla y prefieren esperar a ver los efectos secundarios que pueda provocar en otros conciudadanos más animosos. Quién diría que este es el pueblo de los Tercios de Flandes, de los conquistadores y de la bravura torera, hombre. Hay que comprender que el miedo es libre y a nadie le gusta que lo pinchen. No obstante, la vacuna constituye ahora mismo la única arma disponible para ponerle freno más o menos definitivo a la pandemia. Extraña un poco que tantos paisanos les tengan más miedo a los efectos secundarios del antivirus que al riesgo cierto de pillar el virus y, en el peor de los casos, palmarla. La aprensión suscitada por las vacunas -o más exactamente, por las agujas- tiene incluso un nombre clínico. La tripanofobia, que así de divertido suena, afectaría más o menos a un diez por ciento de la población, según los cálculos científicos. Una proporción mucho menor de la que arroja ese 55,2 por ciento de españoles que prefieren esperar a que se vacune su vecino, por si les salen antenas verdes en la frente. Esta peculiar fobia viene de antiguo. Cuando Edward Jenner aplicó, a finales del siglo XVII, la primera vacuna contra la viruela corrió el bulo de que a los vacunados les crecerían apéndices de vaca en el cuerpo. No ayudó a combatir ese extravagante rumor el hecho de que muchos de los colegas médicos de Jenner se mostrasen escépticos sobre la eficacia de aquella revolucionaria medicina preventiva. Tuvo que ser un dirigente con fama de pirado como Napoleón el que disipase las dudas al ordenar, por sugerencia de Jenner, la vacunación manu militari de sus tropas. Curiosamente, a España le correspondió un papel señero y acaso poco recordado en la expansión de las vacunaciones por el mundo. Dos años antes de que el corso la hiciera obligatoria en los ejércitos de su Grande Armée, la Corte española había patrocinado ya una quijotesca empresa que llevó la vacuna a América, a Filipinas y hasta a la remota China. La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, o abreviadamente Expedición Balmis, fue un desafío logístico en el que se emplearon 22 niños de hospicio seleccionados por la rectora de la Casa de Expósitos de A Coruña, Isabel Zendal, que hoy da nombre a empresas y hospitales. A falta de cámaras frigoríficas, los críos fueron utilizados como transporte humano del antivirus. Anterior en más de un siglo a las actuales oenegés, aquella fue la primera expedición sanitaria de la Historia, con un éxito que ensalzó el propio Jenner. "No puedo imaginar", dijo, "un ejemplo de filantropía más noble y amplio que éste". Quizá por eso sorprenda que en un país capaz de tal proeza en el campo sanitario abunden ahora los que se resisten a ser vacunados de entrada, porque les da cosa y prefieren esperar a ver el efecto en sus convecinos. El que se debe estar partiendo de risa es el virus.