Según se deduce de la versión que proporcionan algunos medios, el rey emérito (o sus asesores fiscales) hizo incorrectamente su declaración de Hacienda y, como consecuencia de ello, ocultó al fisco importantes remesas de dinero procedentes de los fondos de un amigo suyo, el empresario mexicano Allen Sangines-Krause. Detectado el fallo, el rey emérito (o sus asesores fiscales) ingresó en las arcas del Estado la cantidad defraudada por importe de 678.393,72 euros, con lo que se pone al abrigo de cualquier reclamación por delito fiscal, de acuerdo con los beneficios que le otorga el artículo 305,4 del Código Penal. La iniciativa del rey emérito causó sorpresa por cuanto hasta ahora había negado rotundamente cualquier implicación suya en tramas de corrupción política y financiera, tal y como quisieron acreditar varios periódicos extranjeros y algún funcionario de la judicatura suiza. Vista desde esta novedosa perspectiva, la maniobra de la regularización de las cantidades adeudadas no deja de tener efectos beneficiosos para la imagen del rey emérito, tan zarandeada estos últimos años. Al fin y al cabo, no es lo mismo ni tiene la misma entidad estar acusado de una infracción administrativa que de un delito, por muy de cuello blanco que este sea. Con todo y eso, no hay que dar la pieza por no cobrada todavía. De hecho, la Fiscalía del Tribunal Supremo mantiene abierta la investigación sobre lo declarado por Juan Carlos para determinar si esta es «espontánea, veraz y completa» y reúne por tanto las condiciones de credibilidad requeridas para beneficiarse de lo establecido en el anteriormente citado artículo 305,4 del Código Penal, que no deja de ser una gatera ideada por Cristóbal Montoro cuando era ministro para que escapasen por ella acaudalados personajes con cuentas pendientes con la Hacienda Pública española. Todo ello se verá con el paso del tiempo, pero de momento permite constatar la irresponsable pereza legislativa de nuestra clase política respecto de las funciones de la Casa Real, que transcurridos cuarenta años desde la instauración de la monarquía parlamentaria mantiene el dibujo que le trazó el general Franco, más propia de un monarca absolutista que del rey de una democracia moderna. Algo se hizo al respecto, a no dudar, pero no lo que demandaba la situación. Durante ese largo periodo de tiempo, mantuvimos en el trono a un personaje que se había hecho popular por su campechanía, y también por su actuación durante el golpe de Estado del 23-F, cuando apareció en televisión vestido de capitán general para poner fin a aquel disparate. A partir de entonces, el hombre debió de creer que todo desafuero le estaba permitido como «salvador de la democracia» y se dedicó a «borbonear» y a pasarlo bien, con las consecuencias que están a la vista. Encajar una institución aristocrática como la monarquía en el funcionamiento de un Estado democrático es difícil. Ahí tenemos, por ejemplo, el tema del patrimonio. La reina Isabel II de Gran Bretaña tiene un patrimonio inmenso, heredado en su mayor parte. Los Borbones de España, en cambio, se marcharon al exilio romano y, luego, al portugués, «con una mano adelante y otra atrás». ¿Debe de vivir estrictamente la Casa Real de lo que le ingresa el Estado? ¿Se le debe de permitir hacer negocios en el extranjero? Quede para otro día.