En esta situación límite, son muchos los que luchan por sobrevivir. Los hosteleros que no han tenido que cerrar se han entregado a las compañías de reparto -que se llevan entre un 30 y un 40 por ciento de la cuenta- o ya han convertido las barras en meros mostradores. Los pequeños comerciantes intentan de forma titánica adaptarse al mundo digital para competir con los grandes monstruos del telecomercio, cuando ni siquiera El Corte Inglés logra plantarles cara. Los taxistas intentan reagruparse para competir con los Uber que gráficamente ya no llaman conductores a sus conductores, sino partners; el lenguaje lo dice todo. Las salas de cine se desesperan, ahogadas por la falta de películas que proyectar, acaparadas por las plataformas. Los periódicos corremos desaforadamente detrás de la inalcanzable liebre de la digitalización, mientras los grandes monstruos de la comunicación (redes, agregadores) se llevan la publicidad a espuertas y los lectores a millones. Sin ánimo de caer en la recurrente conspiranoia, cualquiera diría que alguien está diseñando un mundo nuevo mientras los demás luchamos por no contagiarnos o por no caer en un ERTE. Simplemente por sobrevivir. No hay más que asomarse a las colas en iglesias y bancos de alimentos y sorprenderse de que quienes buscan algo que comer ya no son los denostados vagos y maleantes, sino personas de andar por casa. "La clase media en las colas del hambre", titulaba un periódico el domingo. Hace nada, nuestros padres llegaban a casa con la cara teñida de carbón cuando no había ni duchas a la salida de los pozos o talleres. Hace un poco menos, llegaban con la corbata aflojada y el último botón de la camisa desabrochada como si vinieran de pelearse con la vida. Hoy, simplemente, no salen de casa. Ya sea porque no tienen empleo al que acudir o porque teletrabajan. El teletrabajo ha sido una de las grandes revoluciones que ha traído esta crisis. Se ha pasado de que fuera una práctica aislada a una práctica casi mayoritaria. Es más, las grandes compañías ya se preparan para que así sea una vez superada la pandemia. El 12 de mayo, el patrón de Twitter, Jack Dorsey, anunciaba que los empleados podrían trabajar desde casa indefinidamente, Medidas similares han adoptado todas las grandes empresas tecnológicas. "Teletrabajo para siempre", sentencia en un artículo reciente Bernardo Crespo, de la IE Business School. Y va más allá: "si cambia el ecosistema laboral, cambian las habilidades profesionales" requeridas por los empresarios. De hecho, ya son muchas las compañías que están adiestrando a sus empleados en esas habilidades propias del trabajo a distancia. Finaliza el profesor Crespo con una pregunta estremecedora: ¿Estamos diseñando personas tal y como diseñamos productos en la era digital? Qué exagerado, se dirá. No tanto si tenemos en cuenta que el siguiente objetivo de esas grandes compañías es la educación. Hace seis meses Google anunciaba el lanzamiento de títulos privados de ciertas carreras. Microsoft, a través de LinkedIn, ha puesto en marcha su plataforma LinkedIn Learning. Si ya consiguieron moldear las preferencias de los consumidores, si ya consiguieron determinar el voto en las elecciones, ¿qué les va a impedir dirigir la educación de nuestros hijos? Dicen que no se puede ir contra el progreso, aunque a veces dan ganas, por aquello que escribió Delibes en "Un mundo que agoniza": "El progreso comporta, inevitablemente, una minimización del hombre". Las administraciones públicas han empezado a reaccionar tímidamente a lo que ya se percibe como una amenaza, dada la posición de monopolio de estos gigantes. La semana pasada el gobierno norteamericano presentó una demanda contra Google. Europa se afana en que, al menos, paguen impuestos o nos retribuyan por usurpar nuestra información. No se avecina un mundo tranquilo después de la pandemia. La batalla por la hegemonía mundial entre China y EEUU, estará condicionada por la relación con los grandes monstruos digitales. Y en eso China siempre lleva las de ganar, porque para Beijing el estado y las empresas vienen a ser lo mismo. Mientras, nosotros seguiremos entretenidos dándole vueltas a la Ley Celaá, a los chats de los militares retirados o al creciente peso de Iglesias en el Gobierno.