Stanley Robertson tuvo su primer trabajo en Aberdeen, en Escocia, su ciudad natal. Tenía 15 años. Y 69 cuando falleció de un infarto de miocardio. La noticia fue lamentada por muchos escoceses. Durante 47 años se dedicó a alimentar las máquinas de la pescadería de Aberdeen con un río interminable de abadejos y arenques. Trabajaban éstas a una velocidad de vértigo. Cercenando con sus cuchillas las aletas y otras partes de la anatomía de los peces. El problema eran siempre sus manos. Despellejadas por la salmuera y los adobos, éstas ponían a prueba a la anciana que tenía en la pescadería la misión de aliviar el dolor de las manos de los trabajadores con sus vendajes y ungüentos. Además de esa buena samaritana, había otra gente estupenda a su alrededor. Como aquellas ásperas y bondadosas comadres de Aberdeen. Las que le gritaban a Stanley cuando el sueño le acechaba y las cuchillas también.

Él decía que cada año le llegaba desde más allá del horizonte una voz lejana. Venía de un mundo arcaico, de druidas y magos. Obligaba ésta a Stanley Robertson a dejar su trabajo por una temporada. Pues no en vano él descendía de una antigua familia de Travellers. De viajeros. En el noreste de Escocia los Travellers son los nómadas itinerantes - primos hermanos de los gitanos - que recorren los caminos compartiendo su sabiduría con aquellos que desean oír sus versos y sus baladas. En una mezcla del gutural inglés de la Escocia profunda y el gaélico primigenio, recitaban sus creaciones, cantándolas por calles y plazas. Stanley era el mejor.

Él les enseñaba a los que querían oírle que aquellas marionetas del teatrillo de la vida - la codicia y la vanidad - se asomaban para engañarnos a través de las cuencas de los ojos de una calavera. La verdadera realidad era lo otro. Lo que no se veía. Lo que llamamos leyendas o ensoñaciones. «Me lanzaré de nuevo a los caminos, cuando los campos se cubran de oro». Siempre perdonaba el rechazo de los que se apartaban de él en el autobús de Aberdeen. «¡Qué pestazo a pescao!».

Con el tiempo Escocia reconoció que Stanley Robertson era el más grande de sus viajeros, el más persuasivo de sus contadores de historias. La Universidad de Harvard y el Smithsonian le reclamaron desde las orillas norteamericanas del Atlántico. Y la Universidad de su ciudad, Aberdeen, le nombró doctor ´honoris causa' por su contribución a la recuperación de las antiguas tradiciones escocesas.

Pero Stanley seguía sin fiarse de las imposturas de la codicia y la vanidad. Cuando tenía que aparecer en público utilizaba su atuendo como una declaración de principios. Siempre fue fiel a aquellos tiempos de la pescadería. Y por respeto a ellos siempre se negó a llevar sus ropas de faena en un escenario o ante los focos de las televisiones o en sus conferencias. Y aún menos, sus botas impermeables, las indispensables ´wellies'. Aparecía siempre ante el público con un discreto traje oscuro y una corbata. Y con una gorra que resultaba demasiado pequeña para la redondez de su cara. Un ´gentleman' jamás se pondría una gorra así. Pero Stanley Robertson no quería parecer un ´gentleman'. Ni olvidar que él solo había sido un Traveller, un currante, que además olía a pescado.