Incluso en Navidad, cuando gerundiamos, hasta las voces de pitiminí suenan gravemente señoreadas, como nimbadas y rimbombantes por la solemnidad del más rotundo presente. Gerundiar es un ejercicio de dioses, porque el gerundio, con su esencial cualidad de instalarse en el «ahora» más absoluto, trasciende el tiempo. En este sentido, pienso que aunque, por su propia naturaleza, el ser humano aprendiz aspira a convertirse en el mayor gerundiante del Universo, donde verdaderamente se verifica el tono grave del gerundio es en la tribu más dada a trabajar por el bien de los ciudadanos. Me refiero a esa tribu política especialmente empática y colaboradora que, sin más intención, si hiciera falta, se quitaría el pan de la boca para cumplir con la santa misión autoimpuesta de legislar por el bien de todos, insisto, incluso aunque fuera en contra de sí mismos. Admirable la capacidad de esta raza de supersapiens sean cuales sean sus credos políticos. ¿Es así o no es así?

En estas entrañables fechas tampoco está de más dejar que nuestra consciencia se impregne de que cuando los ciudadanos diputamos, que es lo que hacemos en las urnas, lo que realmente estamos haciendo es empoderar a los recién diputados otorgándoles patente de gerundio para que gerundien y gerundien a sus anchas durante un presente que durará cuatro años. Y es lo que hacen cum laude. ¡Anda que no...!

La Navidad es un buen periodo para analizar, aunque sea someramente, lo que acabo de escribir. Pruebe, amable leyente, pruebe y constatará que el devenir histórico viene empíricamente demostrando que el mandato de las urnas es un permanente gerundio que, como tal, inicia, y que no acaba hasta que el mandato llega a su fin. La patente de gerundio, en el caso de los diputados, salvando los actos sangrientos, naturalmente, es como la patente de corso, pero solemnizada con elegantes trajes, oscuros ellos, y de cóctel, ellas, todos vestiditos como para ir de boda, especialmente el día de la ceremonia de las promesas y los juramentos. ¡Qué sí, que sí, hombre, no seas pesado, que te lo juro y te lo prometo por la cobertura de mi móvil! O algo así.

El navideño ralentí de ánimo durante estos días es buen momento para observar cómo discursando y discursando, más en base a la logomaquia en estado puro que a la verdadera enjundia del objeto discursado, avalados por la patente de gerundio adquirida, buena parte de los diputados, en uso de su libertad camastrona, no pierden comba para representar a la ciudadanía pensando, estudiando, recabando, discutiendo, convenciendo, pactando, modificando, votando, legislando, protestando, ocultando, simulando, disimulando, encubriendo, falseando, camuflando, enmascarando, aparentando, travistiendo, disfrazando, trocando, alterando, tergiversando... como un ejercicio de defensa propia validada y revalidada por el partidismo intrínseco como dogma de la cotidianidad. Defender al partido es la sacrosanta consigna en la que radica el secreto que oculta la hiperactividad verbosa de los mandados a velar por su pueblo, unos bajo promesa y otros bajo juramento. ¡No ni na...!

Y, todo ello, gerundiando sobre el sexo de unos ángeles que, en lo positivo, nada tienen que ver, por ejemplo, con los mantras de la deseducación que ya dura demasiado y los de la desamparada sanidad pública que nos suicida, que ya fueran cantados durante los metafísicos brotes verdes y las cegadoras luces al final del túnel de la política patria que nadie vimos.

El terruño malagueño tampoco está falto de mantras medradores. Léase, si no, el oportunista engendro civil inoportuno vestido de quimera, que cándidamente pretende erigirse en el «símbolo de Málaga». Me refiero al sicalíptico ónfalo faloforme --redundando que es gerundio-- que señalizaría a Málaga como un oráculo, como el de Delfos, pero distinto. La pequeña política de Málaga --la otra vive en Madrid--, avalada por la patente de gerundio que la empodera, está errando. El nuevo «símbolo de Málaga» se hará visible como un error explícito de la potencia turístico-viril de Málaga en forma de hotel, hasta que el dios Chronos nos cuente la verdad.

Aprovechando el espíritu navideño, por si alguien no ha pensado en ello, advierto que, de persistir el fatuo despropósito, a nuestra «Málaga la bella», habríamos de transexualizarla entre todos para que su sobrevenida protuberancia faloturística tenga algún sentido. Sobre este particular, aunque la derrama ciudadana sería más castiza, yo propongo el crowdfounding, que es mucho más chanchi y mucho más fashion.