Seamos francos: nadie es tan puro y carismático como para que, en mayor o menor medida, no se vea afectado por las opiniones que sobre su persona genera el entorno. Es posible, o quizá no, que todo el mundo tenga algo de lo que avergonzarse, algo que, de salir a la luz, pudiera producir dolorosos rechazos y que, por ende, dejamos oculto en lo más íntimo. Pero también es cierto que la liberación pública de tales sentimientos ocultos o apetencias prohibidas, si bien supone al principio una lucha que enfrenta a la opinión pública con lo más abyecto de nosotros mismos, al final, a la larga, redunda en un claro beneficio personal donde, a costa del precio a pagar por promulgar una verdad, brilla finalmente el sosiego interior y la paz del espíritu. Y servidor tampoco es ajeno a esta realidad. Bien es cierto que uno se tiene por tolerante con las taras del prójimo; tanto que, quizá, respecto a las oscuridades propias, me diera por pensar que el mundo también me las aceptará, pero, al final, el miedo al rechazo y al qué dirán siempre ha sido un impulso demasiado potente, un pavor que te sigue obligando a retener tus secretos en lo más profundo del corazón. O al menos hasta hoy. Desde esta madurez tan cierta con la que uno es ungido en las calendas de los cuarenta, considero que ha llegado el momento de hacer público algo que ha permanecido demasiado tiempo oculto en mi interior y que, al final, me estaba corroyendo por dentro. Es posible que, a fin de gestionar el tumulto que esta confesión pueda ocasionar, la mejor opción hubiera sido desvelarla pausadamente y en petit comité para que, de manera sosegada, el revuelo se fuera expandiendo sin demasiado dolor, dando tiempo a que aflorasen las deseadas cotas de empatía y comprensión que pudieran contraponerse al inevitable rechazo social. Sin embargo, ha sido mi decisión explosionar la información desde esta columna pública para así no tener que agonizar en la muerte lenta que supone alargar hasta el infinito las reacciones iniciales del irremediable repudio que todo esto generará en aquellos que se vayan enterando. Así, si bien la verdad nos hará libres, les ruego conmiseración y contención para conmigo, que bastante tengo ya con lo mío, y que, antes de juzgar sin caridad, recuerden aquello de «quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra». También les hago saber, desde un profundo dolor, que esta vergüenza que hoy les confieso sí que la he puesto de manifiesto ante mis familiares más directos, los cuales, de manera sorpresiva, han sabido acoger, algunos, esta rareza o inadaptación social que me subyuga, y otros, por el contrario, me han hecho sentir, y así lo digo, tristemente desplazado, llegando a recriminarme incluso que, a estas alturas de la vida, no debiera generar ni generarles la vergüenza que estoy generando. Aún así, la valentía, un valor tan difuminado en estos tiempos que corren, no implica carencia de miedo ni de sufrimiento, por lo que no queda otra que superarse, pasar el trago, hacer criba y quedarse, al final y únicamente, con la gente que realmente te quiere y te acepta a pesar de tus depravaciones o de tu enfermedad, porque enfermo me ha llamado más de uno, quizá porque verdaderamente lo sea. Y tan es así que así lo confieso: quienes no hayan padecido de rinitis crónica jamás sabrán de lo que hablo porque, sencillamente, son inconscientes del extraordinario privilegio que supone poder, simplemente, respirar por las mañanas sin que las bajas temperaturas inflamen tu mucosa nasal, te fuercen a respirar por la boca y te generen ese inevitable dolor de garganta continuo que perdura y se sostiene a lo largo de todo el día. Hasta que llegó la mascarilla. Porque la mascarilla protege la mucosa, evita la inflamación y, por ende, te permite respirar eliminando todo dolor. Y es que sí, lo confieso, ahí va: me gusta, me apetece y me regocija ponerme la mascarilla cuando salgo a la calle por las mañanas, se me saltan lágrimas de placer del tamaño de mis puños, me gusta, me gusta y me gusta, qué le vamos a hacer. Espero que, pronto, las saquen con borreguito por dentro. Así soy yo, ruego me disculpen. Otros fuman.