Como es Navidad podemos continuar hablando de asuntos importantes. El roscón. Me declaro partidiario del que tiene nata dentro. Pero no soy sectario. No hay nada peor que un sectario con nata. Un sectario desnatado es como más tratable. La decoración es fruta escarchada, eso es innegociable, aunque también nos tenía dicho Illa que no sería candidato en Cataluña y va a serlo, señal tal vez de que a veces en la vida uno tiene que comerse no solo un roscón que le disguste, si no también sus propias palabras. Según la Organización de Consumidores OCU, los mejore roscones son los de Eroski, El Corte Inglés y Dia. Alguno presenta un ligero sabor u aroma a mantequilla, lo cual no es desdeñable. Yo es que soy poco de desdeñar las cosas que están buenas. Mi señora compra todos los años un gran roscón y yo, que soy más morigerado en los minutos posteriores al doloroso momento de abandonar la cama por la mañana, siempre tomo solo una pequeña porción que mojo a veces en café con leche. Suele ser esto el día cinco de enero, dado que el seis lo que conviene es un gran madrugón para ser espectador de la algarabía juguetil, contribuir a desordenar la casa, probarme el nuevo pijama gentileza de sus majestades los magos de oriente y ya avanzada la mañana saborear un tradicional desayuno, esto es pan con aceite. En mi casa no somos como los tacaños del anuncio de fuet, que abren poco menos que una comisión de investigación por ver quién se ha comido uno y eso que son siete u ocho en la familia y la barrita de fuet se devora de tres bocados. No. Nosotros somos más de devorarlo y si encarta se compra otro. Miserias las justas. Al menos en lo tocante a roscones. Los roscones son la glucemia de la Navidad. La penúltima afrenta a la cintura antes de los buenos propósitos. Un gusto al paladar que te cambia el sabor a marisco. Hay roscones furtivos y roscones con alevosía; familiares y en soledad. De media tarde. Ahora siempre a devorar entre menos de seis. Rosconismo. No se atraganten.