Lunes. Un acto inédito en mi vida. Acudo a una administración de lotería a cobrar. Me tocó la lotería el día 22. No sé qué hacer. Se lo digo a la chica que lleva la administración. Hola. Tengo esto. Qué se hace. Me mira con simpatía. Le doy los décimos y ella me da doscientos y pico euros. Salgo y ese dinero en el bolsillo quema. Dinero fácil. Más bien dinero recuperado de la inversión lotera hecha a lo largo de la Navidad. Me dan ganas de abrazar a algún viandante, pero si llevo meses sin abrazar a nadie no me va a pasar nada por esperar un poco más. Incluso puede que ya no abrace a nadie nunca si todo esto persiste. No seas tonto, ya hay vacuna, me digo. Para llevar tanto dinero en el bolsillo pienso muchas tonterías. Camino. Empiezo a ver a la gente a mi alrededor como más pobretona. Parecen unos tiesos. No hace ni cinco minutos que estoy forrado y ya tengo pensamientos clasistas. Como me sigan provocando me invito a una docena de ostras.

Martes. Los centros comerciales en Navidad. Es consumismo, sí. Catedrales del gasto y el consumo. Vale. Pero hay un ambiente también infantil, dulzón, festivo. Visito con mi hijo una tienda de juguetes. Los queremos todos, claro. No sé por qué es todo tan caro, le dice una señora a una joven dependienta. La señora no lleva un abrigo color rencor ni una bufanda teñida de resentimiento. Simplemente constata. Con la resignación justa. La dependienta mira al suelo. No tiene culpa ni tiempo.

Miércoles. Vamos al Higuerón, en Fuengirola, o quizás es Mijas o Benalmádena. Desde tal altura todo parece un continuo, una inmensa ciudad con toda la mar enfrente. El mar está muy quieto. Durante el salpicón de mariscos con suave salsa de mostaza la conversación gira acerca de Salvador Illa y su candidatura en Cataluña. Cuando pasamos a las fabes con almejas y piparras, un ligero bullicio se adueña de la sala y hablamos entonces sobre las novedades ensayísticas, el urbanismo y la necesidad clara de no pedir postre para poder cenar en condiciones y no llegar a esa hora incierta con sensación de estar muy llenos. Por qué serán tan caros, pienso cuando salgo hacia el parking y veo esos cochazos.

Jueves. Nadie sin su mensaje de Navidad. No estoy seguro de que el presidente de mi Mancomunidad lo haya dado. Mensajes desde hospitales, desde museos, desde la calle, como Vara en Extremadura. Palabras que se pierden en la fría noche. Palabras que uno capta preparando el aperitivo de la cena. Carnaza para periódicos con anorexia navideña. Los periódicos son los únicos que adelgazan en Navidad. Dice en La Sexta que la palabra más repetida en las alocuciones ¿(ventrilocuciones?) de los próceres autonómicos es «esperanza». La dicen Bonilla y Urkullu, Revilla y hasta el tontón de Torra, que ya no pinta nada pero padece grandilocuencia y ha dado también su mensajito, faltón, no podía ser de otra manera. Mi esperanza es que haya menos mensajes y vacunas a tutiplén. Va cayendo la tarde y preparo, en un inopinado ataque de previsión, las uvas para nosotros y doce Lacasitos para el zagal. Horas después, achampanado, solo en la madrugada, viendo «Cachitos», recuerdo lo que escribe Beatriz Manjón en The Objetive sobre la Nochevieja. Cita a Josep Pla, que aumentando su nivel etílico en tal velada, anota: «Me cargo tristemente...». Fuera, unos cabrones tiran petardos.