Hay presencias que poseen la potencia de la creación. Sí, las mismas que reducen nuestro universo y nos muestran el sentir de las ganas. Creo que la vida es un lugar de azares y nuestra existencia, un sencillo gesto de valor. Durante mucho tiempo hemos sido el entender de los afectos; ahora, sin embargo, somos la medida de una pantalla que llena el espacio y con cierta torpeza descompone el amor. Qué descarnado y cruel es el mundo virtual... Me resulta difícil, por no decir imposible, reconocer la felicidad en una imagen congelada. El contorno original del ser humano no es una escena que nunca cambia.

En los lugares artificiales, la mayoría de las veces, solo encontramos el ansioso malestar que con cierta soberbia, muere al no poder convertirse en ganas. Pese a todo, animados por la discontinuidad de la lejanía, tendemos a apasionarnos al ver a los nuestros junto a un puto mosaico. No, no admitimos que hay «remedios» que recelan de ellos mismos y nos embrollan de tal manera, que al terminar de usarlos, nos dejan con un importante malestar.

Estoy convencida (sonrío) que junto a la explosión de las videollamadas saltan muchas alucinaciones al instante. Claro, las mismas que sin conciencia nos arrastran a un tiempo que la presencia era lo verdadero y la armonía estaba en el mismo plano. ¡Vaya mundo más maravilloso hemos montado! Me asombra ver que para expresar el afecto a mis semejantes, tengo que tener una conexión a internet, y descargar un montón de aplicaciones. Todo muy lógico y normal: claro qué sí. Somos modernos... Les confieso que me aburre (cada día más) abordar lo humano a través de las redes sociales y sus derivadas. Todo aquello que se puede negar al mismo tiempo que es vivido no es sincero. Por lo tanto, prefiero pensar que algún día podré abrazar con ganas a mis seres queridos y mientras tanto no le daré besos a la pantalla del teléfono móvil. El otro día he visto a una chica darle un beso con lengua a una tablet. Y digo yo: ¿cuántas patatillas nos faltan para el kilo?