Hace un frío pelón. La casa no se calienta y todavía hay cajas de regalos que tirar. La Navidad parece lejana pero en una emisora aún emiten un anuncio de turrones. Un anuncio anacrónico, traspapelado por un técnico resacoso quizás. La voz del locutor suena briosa y sin embargo contagia pereza. El café sabe a lunes y a normalidad pero es casi fin de semana. La Navidad, con sus vaivenes de festivos y laborables nos instala en la desorientación. Debería sacar al perro un rato pero el primer sorbo de café me recuerda que no tengo perro y sí la obligación de escribir una columna, invernal, con un número de caracteres fijo pero con un carácter que he de marcar yo mismo tecleando en un ordenador al que le flaquea la erre y en el que en la zeta hay un diminuto resto de mantecado. Mentecato suena a insulto navideño. Tendría que haber pedido a los reyes un teclado nuevo y una pantalla más grande. Pero en realidad me hacen falta ideas. Las ideas a veces entran por la ventana, pero si abro la que tengo más cerca va a entrar más frío y hasta lluvia. A este temporal le han puesto de nombre Filomena. Todo ser humano debería tener derecho a nombrar un temporal. Filomena se va mañana y a mí no me gustan las despedidas, así que espero que su marcha me pille dormido. Hay en la mesa de trabajo un libro de Luis Alberto de Cuenca. Lo abro al azar y leo: «Si llevas tantos años ahogándote entre libros, será porque te gusta. Sufre tus perversiones como un hombre y no escarbes en heridas ajenas». Trato de transcribir el poema completo (´Pacifismo') pero el teclado se empeña en poner aneja en lugar de ajena. Desisto. La radio, de fondo, habla ahora de lejanos alborotos que ponen en peligro una democracia. Pero la calefacción comienza al fin a hacer su trabajo y uno se siente un poco más reconfortado corporal y anímicamente. Para hacer la revolución hay que tener frío. Yo ahora tengo hambre. Y a saber en qué día vivo.