A mi querida Dolores.

En casa de mi abuela ponían incienso en los braseros, con lo que las altas habitaciones siempre olían a iglesia. En casa de mis padres también eran altas pero como ellos eran más modernos, los radiadores eran eléctricos y nunca olía a nada, salvo cuando mi padre salía del baño y olía a Atkinsons. Era delicioso el olor a jabón Lagarto y de niño me entraban ganas de morder aquella pastilla verde. En cambio, sí me comía los pétalos de las rosas del jardín. La despensa olía a ultramarinos y había unas orzas amarillas vidriadas en las que se guardaban las lentejas, garbanzos y alubias blancas, que en Málaga llamaban habichuelas. La casa tenía tres plantas, unidas por una escalera de mármol entre el primer y segundo piso y de madera hasta el tercero. La misma diferencia que en la serie inglesa Arriba y abajo, en la televisión en blanco y negro de un solo canal. Pero al revés y en colores. Era una muy hermosa residencia de la que aún se mantiene en pie la fachada en el paseo de Sancha de mis amores. Casi tan heladora como esta tarde de perros. Unos meses en los que mi madre estuvo enferma con algo contagioso de pulmón, nos llevaron a dormir todos juntos a la biblioteca con nuestra querida Dolores. Fueron varias semanas deliciosas, con camas por todas partes para evitar el contagio. Algo así como la familia Trapp, pero sin cantar. La cocina estaba arriba, por lo que existía un torno, una especie de montacargas de madera que transportaba la comida caliente hasta el comedor, que estaba en la planta baja y tenía estucos y chimenea de mármol, que nunca se encendía, ignoro por qué razón. En aquella época, las explicaciones acerca de la razón para hacer una cosa, o no hacerla, no estaban bien vistas, no se llevaban. Se hacían y punto. Y los niños, ver, oír y callar. Lo cual tenía su encanto. No había que tomar ninguna decisión, porque ya estaban todas tomadas previamente.

En la parte trasera del jardín junto a una casita que era el lavadero -la llegada de las lavadoras fue mucho después- hicimos una vez un huertecillo con mi madre. Incluso conseguimos que salieran tres o cuatro cañas de azúcar y tomates. Muy cerca mi madre hizo que construyeran un gallinero, porque en Navidad regalaban a mi padre pollos y pavos vivos y aunque ella los repartía entre la familia, no era cosa de que estuvieran sueltos por el jardín. Una vez incluso le regalaron un chivo, que no sé qué hicimos con él. Desde luego que no nos lo comimos, porque mi madre se negó en redondo. Recuerdo ver cortar el pescuezo a los pollos y a los pavos sin el menor asombro, ni asco por el chorro de sangre. Aquello era algo normal, también decidido previamente. Nunca tuvimos ningún trauma por ello. En casa de mi abuela el tema era más salvaje aun, porque Matilde emborrachaba al pavo previamente a su ejecución, introduciéndole un embudo en el pico y volcándole una botella de coñac. Después soltaba al pavo, que con la borrachera iba de acá para allá dando tumbos y ella se partía de risa. El sentimiento animalista no había nacido aún, pero tampoco lo echábamos de menos y éramos felices en nuestra pequeña barbarie altamente civilizada. Y a propósito, una vez vimos pasar a Franco por delante de la casa en el gran Rolls Royce negro y acharolado, con una uve de motoristas delante, camino del Castillo de Santa Catalina donde se alojaba. Otra vez también vimos pasar al rey Saud de Arabia en el mismo Rolls, supongo, camino del mismo castillo. Entonces solo venía este tipo de personajes. Y recuerdo también la mañana en que pasaron miles de personas gritando: «Gibraltar español», camino del consulado de Inglaterra, que estaba allí cerca frente a villa Vizcaya y lo apedrearon, aunque a nosotros nos daba igual, porque al momento estábamos otra vez en nuestras cosas, jugando o escuchando a Dolores que nos leía algún grueso tomo de la Historia de España de Salvat, sentados en los chinos del suelo a su alrededor, bajo un castaño de Indias. Y ella muy guapa, vestida de blanco, con pendientes de aros dorados. El tráfico era escaso, aparte de los tranvías, algún que otro autobús, taxis, alguna camioneta desvencijada y los coches de las familias de la zona, entre los que destacaba sobradamente el Cadillac de los Hafner y el Buick de mamá Soledad. Por la mañana pasaba un bellísimo carro amarillo, como de película inglesa en los campos de Tumbridge Wells, tirado por una mula, conducido por Luis el lechero, que traía la leche de Vistafranca y por las tardes como a las seis llegaba el carrillo de La Imperial, pedaleado por Pepe, un hombre huraño, que hacía sonar su bocina y vendía alta bollería malagueña, como decía mi padre, no sé si irónicamente. Pero a veces compro bollos de Viena, o isabelas en Aparicio, solo por recordar de forma proustiana aquellos días felices a través del olor civilizado y penetrante que exhalan.

En las tardes de verano íbamos a Vistafranca con Paco Iglesias en el coche y allí estaba el paraíso en forma de nueces, dátiles, ciruelas verdes, fresas cogidas de la planta, cañas de azúcar, o higos. La tarde entonces se convertía en un manjar continuado de frutas verdes sin lavar, de manos pringosas y caras churretosas, pero nunca enfermábamos. Otras veces iba a villa Soledad a jugar con mi primo Antonio y sus primos, normalmente a indios y «convoys» y después me recogía Dolores y, siendo como era un niño soñador, a la vuelta a casa, veía a los ingleses en el hotel Limonar cenado con orquesta a la luz de las velas. Y aquello me parecía muy bonito, pero nunca conseguí que cenáramos con velas en casa, salvo cuando se iba la luz, cosa que ocurría con harta frecuencia, cada vez que había una tormenta y nos poníamos a rezar con mi madre y Dolores para que no cayera un rayo, mientras encendíamos unas velas amarillas, que llamaban de tinieblas.

Antes de que empezáramos a pasar los veranos en Ronda, o a hacer los viajes maravillosos que mi padre organizaba todos los años para enseñarnos España, fuimos dos, o tres años al balneario de Tolox, que era el colmo de la monotonía y el aburrimiento para unos niños, con solo dos momentos de emoción al día que eran ayudar a misa a don Manuel Gonzalez en la capilla del balneario con el aliciente de manejar el incensario y más tarde como a las diez, entraban los murciélagos en los pasillos y salas y nadie se asustaba, porque revoloteaban sin chocar con nada y nadie podía imaginar que sesenta años después traerían, según dicen sospechosamente, la peste china y nos moriríamos, o en el mejor de los casos, nos arruinaríamos.

Los domingos íbamos a misa de una a la Catedral con mis padres y mis abuelos y nos sentábamos delante de la sacristía, donde también se situaban los Oliva y los Ramírez Miquel a esperar que tronara el órgano para anunciar la entrada del cardenal Herrera Oria, rodeado de tropecientos monagos, diáconos y canónigos -qué bella es la terminología de la iglesia antigua, llena de vocablos de origen griego- precedido por un hombrecillo con ropón de terciopelo negro costroso y ajado y una pértiga de plata y el elegantísimo maestro de ceremonias, don José María Eguaras, que con su hermosa voz atiplada dirigía el ritual. En Semana Santa, aparte de recoger flores en el jardín para arrojarlas literalmente al paso de la Esperanza, el miércoles santo por la tarde, nos llevaban a ver a mi abuela montar el monumento al Santísimo en el altar del Sagrado Corazón de la Catedral. Mi abuela era todo un personaje de la que alguna vez tendré que escribir y a la que yo adoraba, contra el parecer de mis hermanos y casi todos mis primos, que la consideraban dominante y holgazana, porque se levantaba a la una. Mi abuelo era otro personaje, un hombre que aborrece a sus nietos hasta el punto de ir por la casa con una campanilla para no encontrarse con ningún niño, que dormía bajo un mosquitero como en La Habana, que le tendía cada noche María Morillo, otra loca -que iba voluntariamente a que le dieran electroshock, porque la tranquilizaba- y que se peleaba con Dios cada vez que leía alguna esquela de algún conocido suyo que había muerto antes que él. Ese hombre merece un respeto imponente.

Lo mejor de todo era la Navidad, especialmente la cena de Nochebuena, en la que mi abuela organizaba una especie de festín pantagruélico, baltasariano e interminable en una sucesión de aves de todo tipo entre montañas de huevo hilado. Y cuando pasaba una de aquellas pastorales, cuyo sonido aún resuena en mi cerebro, que venían andando desde los pueblos a ganarse unos duros y que cantaban los villancicos heredados generación tras generación, mi tío Curro, que era un hombre realmente bueno, los llamaba y cenaban y bebían y cantábamos juntos y todo eran risas y cantos y jolgorio cerca de un belén que ocupaba toda una habitación. Entonces, yo recuerdo una vez en el cielo?

Lo siento, pero no me encuentro con fuerzas para escribir de Trump, ni del asalto al Congreso, ni de comparaciones con otros asaltos anteriores aquí, ni del gobierno, ni de la peste china, ni de la ruina galopante como un caballo del Apocalipsis, ni de si la democracia, tal como la hemos entendido hasta ahora, es compatible con el mundo globalizado e informatizado. Empiezo a dudarlo seriamente.