Opinión | En 725 palabras

Juan Antonio Martín

Gatuperios y batiburrillos

¿Qué culpa tendrán impúberes y púberes -mientras siguen siéndolo- de la irresponsabilidad de sus vivos, de sus muertos y de los muertos de sus vivos?

Como cada año, el Día de los Reyes Magos, que ni eran reyes ni eran magos, volví a tener la misma sensación, pero esta vez manifiestamente más rotunda. Para mí el día seis de enero, además de como el aprendido día de la ilusión, hace tiempo que viene siendo la onomástica del déjà vu: si Gini hubiera nacido español y conocido en directo nuestras celebraciones habría tardado menos tiempo en alumbrar su sesudo coeficiente para medir la desigualdad entre las tribus y las gentes. En todo caso, la celebración del Día de Reyes no precisa de fórmulas complejas ni de curvas gráficas para que la desigualdad entre niños sea palpable.

¿Qué culpa tendrán impúberes y púberes -mientras siguen siéndolo- de la irresponsabilidad de sus vivos, de sus muertos y de los muertos de sus vivos? El claroscuro este día viaja en un engrasado bucle sin fin que va desde la luz cegadora de la ilusión a la espesa oscuridad de la frustración. Y para vehicular ambas polaridades basta una simple mirada.

«¿Qué es desigualdad?, dices, mientras clavas en mi consciencia tu consciencia azul. ¿Qué es desigualdad? ¿Y tú me lo preguntas? Desigualdad eres tú». Más o menos tal que así lo verseó don Gustavo Adolfo.

Las fiestas navideñas del año 2020, que llegó impresionándonos con la expresiva mirada de sus dos enormes ojones acerados, han sido distintamente tristes y tristemente distintas. Dos mil veinte aún sin acabar su primer trimestre ya apuntó maneras encarando los dardos de su acerada mirada hacia nosotros y nos puso a prueba. Y, por más que los responsables institucionales hayan alabado la responsabilidad, la valentía, la colaboración y el blablablá de cada tribu, es más que evidente que como rebaño hemos suspendido la prueba. Visto con perspectiva, se me ocurre que aquellos dos acerados ojones de 2020 quizá no fueran ojos, sino enormes ceros con los que de antemano la Naturaleza ya calificó nuestra insuficiencia.

Los mandados, los soldaditos de a pie de cada tribu, no hemos dado la talla. Algunos hasta lo hemos demostrado so pretexto del derecho al pataleo por la libertad, como hiciera el espíritu del sesenta y ocho. Y lo hemos verificado no simplemente echándole el aliento en el cogote a nuestros prójimos, como cada día, sino, además, echándoselo directamente en sus metafóricos hocicos desmascarillados. Cero para los mandados.

Los mandantes tampoco han dado la talla, y ello, por enésima vez, como subterfugio demostrativo de la imposibilidad de sorber y soplar a la vez. Como en casi todo, también en la lid a brazo partido con la muerte, primó la reactividad versus la proactividad. Todas las medidas fueron tomadas reactivamente por la observación de la curva de influencia de la pandemia a día de ayer, lo que, necesariamente, como estrategia, conllevó entre diez y catorce días de retraso en una batalla en la que cualquiera y todos los minutos de retraso hedían y siguen hediendo a muerte. Cero para los mandantes.

Con el SARS-CoV-2 la Naturaleza se dotó de una herramienta para medirnos transitiva, intransitiva y pronominalmente. Cuando de alinearnos a los flancos de los líderes políticos de nuestras patrias grande, medianas y pequeñas se trató, todos fallamos, con «a» mayúscula. Todos: mandantes y mandados, y gobernantes y opositores. Manosear los desastres naturales para usarlos con alevosía oportunista como armas arrojadizas y como argumentario partidista es un ejercicio solo propio de los malos aprendices y de los aprendices malos. En el espectro político que va desde el sempiterno ideario atrabiliario de los más voxanderos, hasta el ladino argumentario pseudomodernista de los que dicen poder, que cada vez pueden menos, nadie ha estado a la altura. Ni transitiva, ni intransitiva, ni reflexivamente. Cero patatero para las tribus políticas y para todos sus tribuales.

Casi un año ya de perspectiva otorga cierta bula para valorar a los actores de la obra, acto a acto. Y, francamente, desde la timidez, al que escribe se le seca la boca cada vez que echa mano del negociado de los adjetivos. Senescentes, pueriles, ignaros, valetudinarios, estólidos, saltimbanquis, farsantes, malevos, transidos, protervos, tilingos, paralogistas, ñiquiñaques..., párrafo a párrafo, se postulan atropelladamente como adjetivos, cada vez que estoy tentado de desmenuzar los infumables gatuperios y los innecesarios batiburrillos con los que nuestro actual elenco político abaldona los iracundos escenarios políticos de nuestros terruños patrio, autonómicos y municipales.

Chungo, amable leyente. ¿Es o no es?