Tras el asalto trumpista al Capitolio, el Partido Demócrata de EEUU cree que ha llegado el momento de apretarle las tuercas a redes sociales como Facebook o Twitter por el papel determinante que han tenido en la difusión de las teorías conspiranoicas del presidente saliente y en la organización de los incidentes. Como escribió Peter Baker en su crónica del asalto del miércoles día 6 para ´The New York Times', el «espasmo en Washington coronó 1.448 días de tormentas en Twitter, instigaciones racistas, quebrantamiento de normas y manipulación de la verdad desde el Despacho Oval, algo que ha convertido al país en el más polarizado en generaciones». La ex primera dama Michelle Obama, el jueves por la tarde, emitió un comunicado que decía: «Es el momento de que las empresas de Sillicon Valley dejen de permitir este comportamiento monstruoso y vayan más allá de lo que han hecho de prohibir permanentemente a este hombre en sus plataformas».

Michelle Obama se refería a la decisión inédita que habían tomado Twitter y Facebook de suspender las cuentas de Trump, con 90 millones de seguidores en la primera red social y 35 millones en la segunda. Una suspensión temporal en el caso de Twitter, de 12 horas, y de manera indefinida en el caso de Facebook, aunque luego su presidente, Mark Zuckerberg, matizase que el veto podría levantarse en doce días, cuando la transición a la administración Biden se hubiese completado.

Sin embargo, pese a que los demócratas y las propias plataformas digitales apunten a Trump, el verdadero problema no es el presidente naranja. El auténtico problema, el que está destruyendo los cimientos de la convivencia a nivel planetario, es que el gigantesco negocio de Facebook, Twitter o Google está precisamente sustentado en la polarización de las opiniones, en el fomento de un pensamiento tribal y desconectado de la racionalidad; un cultivo peligroso que acaba materializándose en el mundo real en incidentes como los que esta semana se vivieron en Washington.

Porque nuestra ira es extraordinariamente rentable. Y así se transforma: tal y como sostiene Soshanna Zuboff en su imprescindible ensayo ´La era del capitalismo de vigilancia' el verdadero negocio de las multinacionales de Silicon Valley no es, ni mucho menos, poner a nuestra disposición unas redes sociales para que intercambiemos corazoncitos, likes o memes. Esa es la tapadera, el cebo para que estemos el mayor tiempo posible conectados y no se detenga la extracción masiva de los datos de nuestro comportamiento. Una expropiación de nuestra privacidad que luego se ofrece como producto a los verdaderos clientes -otras empresas o partidos/movimientos políticos-, que pagan millonadas por tener predicciones infalibles de nuestra disponibilidad a consumir. Gracias a la montaña de datos que nosotros suministramos voluntaria e inocentemente, Facebook y Google les están asegurando a sus clientes que siempre nos llegará al móvil el anuncio publicitario preciso en el momento idóneo y que, sin duda alguna, adquiriremos eso que nos ofrecen. Lo saben porque nos conocen mejor que nosotros. Nos predicen.

Para que este gran negocio siga creciendo aún más -son las empresas más capitalizadas de Wall Street-, tienen que ser fieles a ese ´imperativo extractivo' de nuestros datos. Y resulta que los contenidos polémicos, radicalizados, el pensamiento trumpista, en definitiva, nos hace acudir como moscas a la miel.

En noviembre pasado, ´The New York Times' publicaba cómo había manejado Facebook un descubrimiento que alarmaba a sus empleados: que la desinformación relacionada con las mentiras de Trump sobre un ´pucherazo' electoral se estaba convirtiendo en viral en su red social en EEUU. Los responsables de la compañía de Zuckerberg propusieron cambiar el algoritmo que ordenaba las noticias que recibían los usuarios, de tal manera que las trolas de páginas web ´hiperpartidistas' quedasen relegadas en favor de las que ofrecían los medios de comunicación tradicionales como la CNN, la radio pública nacional (NPR) o ´The New York Times'.

Muchos empleados, según este último periódico, respiraron aliviados. Por fin estaban ante un Facebook «más tranquilo y menos divisivo». No trabajaban para el Maligno. Se suponía que ese era el cacareado objetivo de Zuckerberg: hacer un mundo mejor. También, siguiendo esta misma línea ´idealista', hicieron otro experimento. Entrenaron un algoritmo para que identificada las informaciones que podían ser «malas para el mundo» (propaganda radical, discursos de odio, etc) y que las mostrase menos a los usuarios. Pero ¿qué pasó entonces? Que la gente acudía menos a Facebook. Y menos usuarios que pasan menos tiempo en las redes significa disponer de menos datos, lo que implica tener menos ingresos. Y eso sí que no. Así que, tal y como publicaba, ´The New York Times', la compañía de Zuckerberg le dio carpetazo al idealismo con estas líneas cargadas de aséptico cinismo en un informe interno: «Los resultados fueron buenos, excepto que condujeron a una disminución de las sesiones, lo que nos motivó a un enfoque diferente». Por todo lo dicho el problema no es sólo Trump.

Lo dice alguien como Roger McNamee, uno de los más relevantes ´arrepentidos' de Silicon Valley. Fue uno de los primeros inversores en Facebook y asesor de Zuckerberg. Escribió esto hace unos días en la revista tecnológica ´Wired': «En su incansable búsqueda de participación y ganancias, estas plataformas crearon algoritmos que amplifican el discurso de odio, la desinformación y las teorías de la conspiración. Este contenido dañino es particularmente atractivo y sirve de lubricante para negocios tan rentables como influyentes». El artículo se titulaba ´Las plataformas tecnológicas deben pagar por su papel en la insurrección', Mac Namee subrayaba que la lógica mercantil de las redes sociales no sólo había encontrado a su mirlo blanco en un tuitero desaforado como Donald Trump, también se viralizaba de maravilla lo relacionado con los negacionistas de las vacunas y del Covid o las soflamas de los defensores de la supremacía blanca. La gente dispuesta siempre a echar leña al fuego es la mejor para mantener al rojo vivo a las calderas devoradoras de datos privados que aportamos todos con cada clic. Porque lo importante, como revela el tópico sin quererlo, es que «ardan las redes».

En su artículo, McNamee cree que el Gobierno de EEUU ya está tardando demasiado en abordar una regulación de las plataformas digitales. Atajar la difusión de teorías conspiranoicas, los discursos de odio o la desinformación no supone, insiste, limitar la libertad de expresión. Se trata de erradicar las semillas de actos violentos como los de esta semana en Washington. Una regulación de la "amplificación algorítmica del contenido extremo» es imprescindible, insiste. Este exasesor de Zuckerberg cita una propia investigación de Facebook en la que la compañía constató que el 64% de las personas que se unieron a un grupo extremista abierto en la red social, lo hicieron porque la plataforma se lo recomendó. «Facebook también ha reconocido que las páginas y los grupos asociados con el extremismo de QAnon (una de las teorías más delirantes de la extrema derecha estadounidense) tenían al menos 3 millones de miembros, lo que significa que Facebook ayudó a radicalizar a 2 millones de personas», concluye McNamee.

Si el enfado de los demócratas contra las tecnológicas finalmente fragua en una regulación, empezará a hacerse realidad la gran pesadilla de estos gigantes de Silicon Valley, que siempre han exhibido un «fundamentalismo de la libertad de expresión» para eludir como sea cualquier control gubernamental. Su gran apoyo legal en este ámbito ha sido hasta ahora la sección 230 de la Ley de Decencia de las Comunicaciones, creada en 1996, en los albores de la era digital. Esta sección les exime de cualquier responsabilidad sobre los contenidos publicados en sus plataformas, al contrario de lo que ocurre con los medios tradicionales. Las tecnológicas argumentan que responsabilizarlas a ellas de difundir un contenido obsceno, por ejemplo, sería como culpar a la Biblioteca Pública de Nueva York de tener ´Lolita' en sus estanterías, usando una imagen que utiliza Soshanna Zuboff en su libro. Tal y como explica Zuboff, esta ley fue hija de la bisoñez de aquellos tiempos: pretendía animar a las compañías a que ejercieran cierto control sobre los contenidos sin que se expusieran a sufrir sanciones legales continuamente.

Pero ahora la situación ha cambiado. Las plataformas no son, en absoluto, tan neutrales como una biblioteca. Se dedican activamente a explotar los contenidos para que los usuarios acudan a ellos y, cuando se conectan, continúen aportando unos datos que luego se transformarán en publicidad dirigida y, finalmente, en muchos millones en beneficios. «Ya no se limitan a albergar contenidos, sino que extraen unilateral, agresiva y secretamente, un valor de esos contenidos», insiste Zuboff. Por eso «sólo intervienen para moderar aquellos extremos que, porque repelen a los usuarios o porque atraen el escrutinio de algún regulador, pueden amenazar el volumen y la velocidad de obtención» de nuestros datos personales, añade esta experta estadounidense. Por esa razón, muy probablemente, Facebook y Twitter vetaron a Trump, a quien hasta entonces no sólo habían dejado vía libre alegando una defensa a ultranza de la libertad de expresión, sino que sus algoritmos también habían contribuido a cohesionar y jalear a sus seguidores radicales. Quitar al señor naranja la antorcha del móvil fue un buen intento de desviar la mirada de los demoledores efectos sociales que ya está causando el gran negocio digital de este siglo XXI.