El viejo Benito de Nursia concibió sus monasterios como una escuela. Decía que para educar a un monje hacen falta tres elementos: una comunidad, una regla y un abad. ¿Por qué vamos a ser nosotros distintos? Nuestros colegios cuentan con una comunidad educativa (el aula, el centro escolar, los valores compartidos con la sociedad), una regla (unos contenidos culturales, unos conocimientos que adquirir, además de la disciplina y el esfuerzo) y, finalmente, un abad (es decir, unos maestros que sepan discernir y ofrecer a cada alumno aquello que realmente necesita en cada momento). «Sepa también el abad -escribió san Benito en el siglo VI- cuán difícil y ardua es la tarea que toma: la dirección de almas y el servicio de temperamentos muy diversos, pues con unos debe emplear halagos, reprensiones con otros y con otros consejos. Deberá conformarse y adaptarse a todos según su condición e inteligencia». No es trabajo fácil el del maestro, ni lo es educar.

Porque la educación incluye en efecto el cuidado del alma, que es como decir el carácter de un hombre o de un país. No es lo mismo crecer en una sociedad posmoderna, líquida, fluida, que niega la posibilidad de que haya verdades perdurables y considera cualquier aspecto de la realidad como fruto de las circunstancias sociales o hacerlo en una sociedad más tradicional, que enfatice más los hábitos y las costumbres que la ideología. No es lo mismo crecer en una escuela que mira con reverencia -y pavor- el pasado o hacerlo en otra que idolatre lo nuevo y desdeñe lo antiguo. Cuando los especialistas en educación hablan de reformar las escuelas, pienso en esa tríada benedictina y en el modo en que les afectarán los cambios. La comunidad, porque los iguales nos modelan; la regla, porque hace falta una larga disciplina de la memoria y un esfuerzo perseverante para asimilar realmente los conocimientos; y el abad -los maestros-, porque ellos nos abren puertas y nos incitan a ir siempre un poco más lejos.

No creo que nada relevante haya cambiado desde entonces. Si las continuas reformas educativas acumulan un fracaso tras otro en nuestro país, es porque alguna de esas tres patas falla reiteradamente. Pensemos en la comunidad: las clases son demasiado numerosas y faltan estímulos reales que inviten a la excelencia. Pensemos en la regla, en el debate interminable y pueril sobre contenidos y competencias, en la ausencia de modelos dignos de imitar, en la exclusión de la memoria -sustituida por un vacío que se quiere llenar con una especie de hiparactivismo-. Y pensemos finalmente en los maestros: algunos desmotivados; otros cansados, agotados, sometidos también a un incesante alud de nuevas tendencias pedagógicas que ofrecen resultados desiguales.

Paralizados por el coronavirus y la crisis económica, apenas ha habido debate alguno sobre la Ley Celaá. En este aspecto, como en tantos otros, parece que estamos profundamente desorientados, sin otro futuro que continuar remando. De algún modo, hemos normalizado el fracaso hasta olvidar su gravedad. Es un error. Uno mira el mapa educativo de Europa y España se sitúa siempre a la cola. Uno mira el mapa de paro juvenil y allí, en cambio, ocupamos el primer lugar. Ingenieros y científicos emigran a países con más oportunidades. Hay una relación estrecha entras ambos hechos. Y nada de ello sale gratis