Opinión | Mis días marinos

Mariano Vergara

Supongamos...

Pero sigamos suponiendo. Supongamos que un día nos damos cuenta de que lo del Big Brother y lo de Fahrenheit 451 son nimiedades, comparado con lo que nos están haciendo

Hay veces en que uno llega a tales niveles de aborrecimiento y hartazgo de obedecer, de acatar normas estúpidas, de decir que sí a todo lo que se nos ordene por sin sentido o disparatado que sea, a pagar cuotas, comisiones e intereses por servicios que uno no concibe haber recibido y que ni siquiera ha demandado, por mantenimientos que solo consisten en comunicarte mediante una carta que proceden a quedarse con la cantidad que sea, en decir que sí a todo lo que se nos exige, sin autoridad ninguna para ello , sin capacidad de reacción, sin otra salida que obedecer, que la cabeza se niega a razonar, el corazón se pone a cien por hora y la tensión alcanza frecuencias de latido que nos lleva a un amago de infarto, o al propio infarto, dependiendo de la contundencia del sartenazo que te peguen. Hay veces en que uno se plantea por qué tiene que pagar impuestos por algo que no ha cobrado, como si efectivamente lo hubiera cobrado, sin que nadie de ese organismo que somos todos, según afirma el antiguo eslogan, nos dé una razonable explicación, O por qué uno tiene que abonar urgentemente una cuenta de compras de basura navideña, antes de que lo amenacen poco menos que con enviarlo a galeras, con una autosuficiencia inaudita y un desparpajo propio del trato de los señores con los antiguos siervos, sin tener en cuenta ni un segundo las circunstancias extraordinariamente graves en las que transcurre nuestra plácida vida actual. Por ejemplo, cuentas de grandes almacenes, a los que la Navidad llega, como la iluminación navideña, cuando aún estamos añorando un verano que nunca existió, o de la primavera antes de que la Tierra haya llegado al punto de traslación coincidente con esas fantasmales fiestas, que ya ni podemos celebrar, porque nos encierran y nos gobiernan a golpe de decretos. O de pretendidas ayudas sanitarias en forma de compañías de seguros que nos asfixian a base de pavorosas sonrisas blancas. O de aberrantes subidas del precio de la energía eléctrica en mitad de una ola de nieve, hielo, lluvia, viento, olas y frío. A ver, ¿por qué? ¿Y qué decir de ese nombre? ¿Se llamaba Filomena alguna abuela querida de alguno de los presidentes, o altos cargos de las compañías que componen el oligopolio energético español? ¿Quién pone nombres tan tragicómicos a estos fenómenos de una naturaleza desbordada y descontrolada? Debe ser al azar, porque no es un nombre propio de una amante. Lean en la mitología griega la historia de Filomena, para comprobar que el gore más repugnante es una tontería al lado de la vida de esta señora.

¿Por qué tenemos que dialogar con máquinas? ¿Por qué tenemos que saber de memoria una serie de claves, siempre erróneas, números, dígitos y contestaciones abstrusas de ordenadores, que nos contestan «no le he entendido»? ¿Por qué tengo que compartir mi vida con máquinas? ¿Quién tiene potestad legítima y legal para ordenarnos que tenemos que hacer esto? ¿Quién tiene facultades delegadas por nosotros, que somos el pueblo soberano que paga y tiene derecho a exigir? ¿Por qué somos súbditos y no ciudadanos? ¿Por qué obedecemos ciegamente a estas instituciones, administraciones y entidades? ¿Quién les ha autorizado a esto? Ya sé lo que los jóvenes esclavos de todas estas entidades van a responderme. Sois tan ingenuos como nosotros con vuestras edades. Hemos firmado un contrato en el que, por cierto, no se dice en parte alguna que a partir de ese momento, nuestra relación con la entidad será a través de una máquina. Un papel ininteligible, ilegible, incomprensible y todo ello, adrede, escrito por vosotros mismos con la intención preordenada de que no entendamos nada. Y vuestro futuro, que ya es presente, no será muy diferente al nuestro. Tendréis maquinas interlocutoras para todo, eso sí. Y vuestra vida se decidirá en una torre infecta de una consultora internacional al servicio de una pandilla de zafios ganapanes, que después de pasar por la fase de cuatreros, han llegado a ser los amos del cotarro.

Esto es así, queridos, os guste, o no. Así son las cosas. No como nos gustaría que fueran. La vida no es un sueño, sino una trampa mortal, pero es lo único que tenemos. Ya os han estereotipado, sellado y marcado con el hierro candente con el que se marcaban las miles de reses que pastaban en los anchos campos del edén de Reata, o de Tara. Ya estáis dentro del rebaño, del cercado gigantesco de miles de hectáreas, donde pasaréis el resto de vuestra bovina existencia pastando mansamente. Ahí tenéis la hierba asegurada y podéis pasar muchos años mugiendo dócilmente, mientras las amapolas acarician vuestros peludos hocicos entre la hierba fresca, De eso se trataba, queridos. De que os sintierais bien mientras en el matadero de Chicago preparan el puntillazo de la muerte. Y de ahí al cielo, allí comeréis pan, después de una vida de peinados, camisetas, tatuajes, miles de selfies y móviles de última generación, el diablo que sea lo que eso signifique. Seréis tan sumisos y dóciles como nosotros. O más.

Pero? supongamos, soñemos, imaginemos que esto no tiene por qué ser obligatoriamente así. Supongamos que os hierve la sangre, Supongamos que un día despertáis. Supongamos que un día, todos vosotros y nosotros, los viejos, que a veces estamos más vivos que los jóvenes despertamos, Y supongamos que caemos en la cuenta de que somos esclavos. O corderos. O vacas. Supongamos que constatamos que aparte de balar o mugir, podemos hablar. Hablar, Con palabras, como seres humanos que somos, aunque no nos comportemos como tales. Supongamos que de pronto la luz de la inteligencia despierta del sueño e ilumina la razón. Y supongamos que empezamos a darnos cuenta de que juegan con nuestras vidas. Con la única vida que vamos a tener. Menos que una milmillonésima de segundo en toda la eternidad. Y supongamos que llegamos a la conclusión de que no hemos autorizado a nadie para que nos esclavice, ni nos torture, ni nos ordene y nos prohíba hacer, pensar, decir, o cantar lo que nos dé la gana. Yo al menos no recuerdo haber autorizado nunca a nadie a que me obligue a hablar con una máquina. Y menos aún para ahorrar costes y seguir amasando riqueza indebida, injusta, escandalosa y arbitraria. Riqueza a costa de tener que enfrentarte con una máquina, eliminando un puesto de trabajo y utilizando un trozo de plástico, ideado por los mismos que han creado la doctrina de la corrección política y del calentamiento y de la imposible destrucción de los plásticos. Ellos mismos, nos saturan de plástico, mientras nos acusan de ser los causantes del pretendido calentamiento de la tierra. Los mismos seudo progres que aparecen en camisetas, desenfadados y risueños, como gente sencilla, moderna y cool, esos mismos que amontonan millones de dólares como si fueran caramelos, esos inventores del mundo feliz de Matrix son los mismos que educan a sus hijos con métodos tradicionales, lejos de cualquier ordenador, en Silicon Valley. Con libros, con papel y lápiz y con memoria.

Pero sigamos suponiendo. Supongamos que un día nos damos cuenta de que lo del Big Brother y lo de Fahrenheit 451 son nimiedades, comparado con lo que nos están haciendo. Supongamos que Bradbury y Orwell se quedaran cortos. Y sigamos constatando que a ninguno de ellos se le ocurrió acompañar toda esta vida plástica con una pesadilla de un bicho, un virus. Una pandemia. Es aberrante que en una civilización -de alguna manera tengo que llamarla- que aborrece todo lo que sea el cultivo de las humanidades y de las lenguas pretendidamente muertas, hasta los más ignorantes utilizan continuamente el término pandemia, un término griego clásico, sin saber exactamente qué significa -incluidos los genios informáticos- para denominar a esta peste de origen supuestamente chino, pero cuya flecha directa al corazón de nuestro mundo, que tantos siglos nos ha costado construir, desconocemos de qué arco ha surgido y qué brazo poderoso lo ha tensado.

Y supongamos que una vez despiertos y lúcidos, decidimos decir basta. Se acabó. Vamos a ser razonables y a fomentar el conocimiento del peligro en que vivimos, pero no vais a encerrarnos más, sin que se nos diga por qué, para qué y a qué nos estamos enfrentando. No vamos a hablar con las máquinas. No vamos a usar más plástico. Nunca más. No vamos a dejarnos engañar por vuestras campañas publicitarias, despreciando y malbaratando a los viejos y exaltando la vanidad y el culto al cuerpo de efebos y ninfas, porque mientras se ocupan de esculpir sus cuerpos, olvidan cultivar sus mentes, que es de lo que se trata. De hacer modelos bellísimos, desprovistos de cerebro. Los hollow men, los hombres huecos del gran T.S.Elliot, siempre presente. Pero no podéis estar seguros de lo que hacéis, porque algo se os escapa. Hay algo que no podéis controlar. Hay una luz, un hálito de vida, cuyo control es complicado sujetar. Habéis olvidado que no somos máquinas. No somos robots. Somos seres inteligentes, únicos, somos seres libres, que habíamos olvidado que lo somos. Y supongamos que empezamos a decir que no. No vamos a obedecer más ciegamente. No vamos a continuar por este camino. No vamos a creer más en mentiras insostenibles e insoportables. No vamos a creer más en los maniquíes de plástico iluminados por neones azules o rojos. No necesitamos vivir así. No queremos vivir así. No somos felices así. Y no queremos seguir siendo rumiantes apacibles. Si esto pasa de conceptos abstractos en nuestro cerebro a la realidad, si de la potencia pasamos al acto, ¿qué quedaría de vuestro mundo? Queremos algo de ternura, una cierta sensibilidad, un poco de idealismo, una brizna de buen trato, un mínimo de cariño y humanidad. Toda la humanidad. Toda la que cabe en nuestros corazones, que no es poca.