La mayoría de las desgracias sobrevienen «como el ladrón en la noche. En este tiempo hostil, propicio al odio», que diría el poeta Ángel González, no es difícil que, desde tales inercias sorpresivas, una PCR positiva se instaure en tu hogar como el conejo aquel que, masticando la zanahoria, se presentaba con el memorable «¿qué hay de nuevo, viejo?». Y es sólo entonces, mientras gestionamos automáticamente otro puñado de pruebas para verificar la potencial infección del resto de convivientes, cuando comienzan a aparecer las voces.

La primera de ellas es aséptica, casi radiofónica, un susurro que se limita a anunciarte que, en mitad de este repunte que llamamos tercera ola, tu unidad familiar protagonizará en primera persona, no desde el burladero, las vivencias de estos tiempos oscuros que ya están grabados, más que de sobra, en la piedra de la Historia. La segunda de las voces, quizá la más tenebrosa de todas, es la que aflora a continuación: una sonoridad que emerge de no se sabe qué abyecta procedencia, pero cuya presencia en el corazón es, sin duda alguna, incuestionable, pues si los tiempos luminosos son pródigos en la aparición de criaturas de la desesperación y la sombra, cuánto más no lo serán los tiempos sombríos. Esta voz te impregna con el alto número de los muertos y les dibuja la cara de los tuyos, dejándote bien claro que la deseada asintomatología bien podrá existir y hacerse presente en tu casa, pero que las estadísticas ya se encargarán de hacer su trabajo y procurar que lo leve no se alce con un pleno victorioso en una familia de cinco miembros. Con todo, no tarda en tomar partido la tercera de las voces, justo en el preciso momento en el que, desde las mismísimas gargantas de tus hijos, escuchas llorar a la niñez, temerosa, por el dolor que le pueda causar la PCR; a la pubertad, clamando amor mientras solloza el vaticinio de futuras ausencias; y a la adolescencia, molesta e insulsa, siempre tan impertinente, tan digna de misericordia como de un guantazo, rabiando por ese mero no poder salir a la calle con la bici o quedar con la chavalería. Esa tercera voz que aflora tras la de tus hijos es la del acto reflejo, la de la defensa propia, la de la inercia práctica que marca espuelas para mantener en movimiento el engranaje de la rutina, el sostén cotidiano de los que están a tu cargo y el irremediable orden de lo cronológico que siempre nos salva de tantas locuras.

Pero es la cuarta voz la que sobreviene con el calor de la esperanza, pues si los ecos de la segunda arrojaban sobre la mesa lo más funerario de los números y la estadística, no es menos cierto que esas mismas cuentas también reflejan que, a pesar de los caídos, no todo se ha perdido, que existe la salvación, lo asintomático, la similitud con el catarro de tres días y, aparentemente, ningún factor de riesgo notable en este contexto en el que ni yo, ni ninguno de los míos, reflejamos, al menos por ahora, signo alguno de sintomatología adversa. No será hasta la quinta voz cuando comience a brotar el sentimiento religioso propio, buscando las agarraderas y el beneficio del Dios de la vida en una suerte de apiádate de mí, Señor, y, si es posible, «que pase de mí este cáliz». Un legítimo impulso, el de la quinta voz, que, a pesar de ser totalmente natural, también es egoísta, pues ni uno ni nadie merece mayor salvación que los que ya han dejado estas costas a cuenta del mismo drama. Y es sólo entonces cuando brota la sexta voz, la de la fe: aquella que pacifica todo acontecimiento y momento con independencia de los resultados. Una voz que emerge como acción de gracias, puesto que, en cualquier caso, uno es dichoso y más que feliz con lo ya recibido en una vida que me ha colmado con creces y hasta el punto de sentir que se debe estar preparado, desde la serenidad, para todo lo bueno o malo que pueda acontecer hoy o mañana. Siempre desde la plena conciencia y absoluta confianza de que «sé de quién me he fiado». Porque «suyo es el día y suya es también la noche».