Protestan los quejicosos de siempre por la reciente subida de las tarifas eléctricas, ignorando tal vez que el de dar a luz es un proceso de suyo doloroso. Y en el caso de la luz doméstica el dolor se siente en el bolsillo, que es uno de los órganos más sensibles del cuerpo humano, digan lo que digan los tratados de anatomía. No es culpa ni decisión del Gobierno, naturalmente; aunque en los consejos de administración de las eléctricas aniden como si fuera su entorno natural algunos expresidentes del Consejo de Ministros. Normal. La cigüeña va al campanario y el primer ministro acaba migrando al cable de la luz tras concluir su estancia al mando del país. Hábitos de los pájaros. Entre los que han efectuado esa tradicional migración figuran el socialista Felipe González -que dejó el puesto hace unos años- y el conservador José María Aznar, que por ahí anduvo o anda de asesor. A ello hay que sumar el paso de varios exministros de ambos bandos por los consejos de las eléctricas, aunque eso forma ya parte de la pedrea. En esto se conoce que no hay ideologías ni colores partidarios cuando se trata de cumplir con la tradición. Nada de eso quita que las subidas respondan a la ley de la oferta y la demanda, según nos recordaba Mariano Rajoy cuando estaba en el Gobierno, del mismo modo que ahora lo hacen los ministros de Pedro Sánchez. Al de Pontevedra lo ponían verde entonces los que ahora están en el machito, que a su vez han de sufrir los reproches de la oposición que años atrás desempeñaba el mando. Cierto es que los reajustes hacia arriba del precio de la luz, a diferencia de otros ramos de la producción, obedecen a complejos mecanismos que van más allá del simple mercado. Influyen los peajes de energía, el impuesto especial sobre electricidad, el IVA (que es de un 21 por ciento) y otros conceptos que hacen del recibo eléctrico un jeroglífico de difícil interpretación para el profano. Que es el que lo paga, por supuesto. Grande ha de ser en cualquier caso el daño infligido por los tarifazos cuando ni siquiera una nevada como no se vio en décadas, añadida a la tercera ola de una epidemia inmisericorde, han conseguido ocultarlo en esta ocasión. En realidad, la subida general de precios es -junto al árbol y al belén- una más de las tradiciones navideñas. Los gobiernos acostumbran a perpetrarla al amparo de la noche de fin de año, aprovechando que mucha gente está grogui al día siguiente. Con el pueblo anestesiado por el alcohol, la fecha resulta de lo más idónea para practicar esa dolorosa cirugía de precios al alza sin que las víctimas lo noten en exceso. Al infligirles todas las injurias de un solo trago -como aconsejaba el gran Maquiavelo-, el Gobierno se asegura de que el malhumor de los ciudadanos durará tan solo unos pocos días. Pensábamos los más ingenuos que este año sería diferente, dadas las extremas circunstancias del país y del mundo. Que va, que va. Bien al contrario, la nevada justificó la sustanciosa crecida de la luz; a la vez que subía el gas y tampoco los concesionarios de las autopistas se apiadaban de sus esquilmados usuarios. El Gobierno se ha limitado a cumplir con la tradición de ponernos a dar a luz tan típica de esas entrañables fechas. Pero que conste que la culpa no es suya, sino del mercado, de Adam Smith, del neocapitalismo y de la tradicional amistad hispanoárabe.