Opinión | La señal

Vicente Almenara

Un café con la conspiración

Un café con la conspiración

Un café con la conspiración / Vicente Almenara

Manuel lo había pensado mucho pero, al fin, se decidió. Aparcó en la Plaza de la Marina y subió a la superficie perdiéndose después por aquellas abigarradas calles que desafiaban la amenaza de la enfermedad pese al frío. Después tocó el timbre, le abrieron y esperó ojeando una revista que pronto despreció porque se criticaba a Miguel Bosé y eso, lo reconocía, le enfureció.

La enfermera le hizo pasar a la consulta del psiquiatra. Antes de que se hubiera sentado, el doctor se levantó y le estrechó la mano cálidamente.

-Veo que es la primera vez que viene. Usted dirá.

-En realidad, no sé si debía… Le explico. Usted conoce tan bien como yo todo lo que está pasando y creo que esto no es una casualidad…

-¿Quién ha dicho que lo fuera?

-Vamos a ver. La pandemia es una excusa y está perfectamente diseñada por un reducido grupo de todopoderosos que quieren controlarnos.

-¿Y qué quiere usted que yo le haga?

- No, se trata de que estoy sufriendo por la incomprensión, muy pocos me creen, pero tengo claras las ideas y he encontrado numerosos indicios… -el psiquiatra tomaba notas en unas finas cartulinas con una preciosa estilográfica Meisterstück dorada-. Mi esposa no quiere hablar más de este asunto y si con mi mujer no puedo, imagínese con los demás.

-¿Y usted siente un irrefrenable deseo de contar lo que piensa?

- Claro, porque debemos hacer algo. Mire, si quiere, le explico…

-No, no, espere. Esta consulta no es un club de debate, y usted debe entenderlo. Está aquí, supongo, para que yo le ayude, y solo puedo hacerlo si usted sigue mis indicaciones. ¿De acuerdo? -y Manuel no dijo ni sí ni no, solo le miraba fijamente-.

- Somos miles, todos no podemos estar equivocados. ¿Usted no cree que la prescripción del uso de la mascarilla es un signo de que nos quieren callados?, ¿y el confinamiento?, no quieren que socialicemos, es un arresto domiciliario, ¿y la Orden del 5 de noviembre?, ¿qué me dice de las declaraciones del general De Santiago?

- ¿Usted toma alguna medicación?

- ¿Cómo?, yo no tomo nada, ni voy a tomar nada.

- Entonces, ¿usted qué quiere de mí si ya ha tomado previamente sus decisiones?

-Ya veo que ha sido un error. Buenas tardes.

-Por favor, siéntese -pero ya, en ese momento, Manuel abandonaba aquel despacho de madera en el que destacaba una reproducción de Max Ernst.

No podía entender que algo tan claro no lo viera aquel psiquiatra que, se supone, tiene que entender a los demás. Sí, ya sé que entender no es lo mismo que compartir, ¿pero me ha dejado explicarle lo que yo pienso de este Gobierno, de la OMS, de los Rockefeller…?, nada, que si estoy tomando algo… En ese momento, alguien le puso la mano sobre el hombro y se volvió raudo. Era su amigo Jesús. Y le dio una gran alegría, ahora podría hablar de lo que tanto le preocupaba y le invitó a tomar un café en un bar próximo a Cisneros.

- Jesús, ¿te piensas vacunar?

- Pues no lo sé, a este ritmo de vacunaciones, igual me voy antes.

- No, hablo en serio.

- Pues claro, ¿conoces alguna otra forma de evitar el contagio?

- Pero, ¿no sabes que quieren controlarnos mediante la vacuna?

- ¿Clínicamente, dices?

- No, joder. Tú tampoco eres consciente de que esta es una gran operación de ingeniería social como no ha conocido la historia. Mira, hay un blog…

- Ya, ya…

- ¿Crees que me lo invento?

- En absoluto, pero... Oye, ¿sabes que me voy del trabajo un año antes?, que me jubilo, vamos. Sí, he echado cuentas -Manuel ya divagaba por otros derroteros, consciente de que su amigo evitaba la conversación que él necesitaba tanto-.

- Bueno, tengo prisa. Está pagado -y señaló las consumiciones-.

- ¡Pero, oye…! -y Jesús se quedó pensando que eso de las teorías de la conspiración habían calado hasta cerca de él mismo-.

Manuel pasaba por delante del Museo Carmen Thyssen acompañando sus pasos del estrépito de los cierres metálicos de los comercios y bares. Eran las seis y pronto caería la noche. Rosalía de Castro fue muy clara:

Los muertos van de prisa,

el poeta lo ha dicho;

van tan de prisa, que sus sombras

pálidas

se pierden del olvido en los

abismos

con mayor rapidez que la

centella

se pierde en los espacios infinitos.