Opinión | El ruido y la furia

La herencia que debemos

La Farola, en primer plano. Al fondo, a la izquierda, la Catedral.

La Farola, en primer plano. Al fondo, a la izquierda, la Catedral.

Muchas veces he jugueteado con la idea de haber nacido en otra parte, en otra ciudad y en otro horizonte, y que los no siempre afectuosos dioses me hubiesen dado la ocasión de conocer Málaga ya en mi madurez, cuando uno tiene más conciencia de estar vivo que urgencia de vivir. El hecho de haber nacido y vivido casi siempre en esta ciudad me roba el privilegio de llegar a ella una mañana y maravillarme al verla con ojos nuevos, con ojos no fascinados todavía por el amor. Porque, como en aquellos versos del paisano y premio Nobel Vicente Aleixandre: “contemplarte sin adoración, con seca mirada. Como/ no puedo mirarte./ Porque no puedo mirarte sin amor./ Lo sé. Sin amor no te he visto./ ¿Cómo serás tú sin amor?/ A veces lo pienso. Mirarte sin amor. Verte como serás/ tú del otro lado”.

A veces, cuando camino por ella sin urgencias, sin nadie esperándome al otro lado de una cita, de un trabajo, de una angustia, no sé si veo la ciudad o la recuerdo. Ninguna ciudad es la que fue. Las ciudades cambian, se transforman, se alteran. Jorge Luis Borges, en un poema un poco triste, decía haber nacido “en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires”, y confesó en alguna entrevista que el hecho de haberse quedado ciego le permitía seguir viviendo en ella, consciente de que aquella Buenos Aires de la que recordaba “los jazmines y el aljibe” ya no existía.

Todos podemos adoptar las palabras de Borges y decir con él que nacimos en una ciudad que se llamaba igual que nuestra ciudad, pero que ya no es la misma ciudad. La mía, esta muchacha trimilenaria que ha visto de todo y de todo se ha olvidado porque tiene la piel de arena y cualquier pequeña ventolera es suficiente para desbaratarla, se muere y la matan, quizás no a partes iguales, constantemente. Como cualquier otra, va mudando el pellejo al ritmo de los tiempos, y no siempre para bien.

Me temo que no pasará mucho hasta que alguien casi idéntico a cualquier de nosotros llorará por lo perdido, como hemos hecho tantas generaciones tantas veces en esta ciudad de arena que se construye y se destruye a sí misma desde hace tres mil años al ritmo de las olas, y tratará de imaginar cómo sería el paisaje sin el mamotreto del rascacielos del Puerto.

La luz, como el mar, siempre empieza allí donde la vez por vez primera. Es inevitable que para mí la luz y el mar, que es lo mismo que decir el universo entero, empiezan en Málaga, en su horizonte de sal, ese que me van a robar, a mí, a mis contemporáneos y a todas las siguientes generaciones, con una horrenda torre rascacielos que proyectará sobre la ciudad, sobre su faz, la sombra horrenda de la rentabilidad, el negocio rápido y la falta de conciencia de que la mirada y el recuerdo, o la mirada que recuerda, son una forma sublime de cultura que también quieren arrebatarnos o, si quieren verlo de otra manera, una herencia que debemos a las futuras generaciones y que no es ético que dilapidemos.