Opinión | Mis días marinos

Libros, cuadernos y demás cosas inútiles

Libros, cuadernos  
y demás cosas inútiles

Libros, cuadernos y demás cosas inútiles / Mariano Vergara

La mayoría de los conocimientos que una vida entre libros me ha proporcionado suelen ser, como decía mi querido Gustavo Pérez de Ayala, «buenos para nada», lo cual quiere decir que entran dentro de la categoría de «inutilidades» que tanto ensalza Nucio Ordine, es decir, el saber que abarca fragmentos del que pudieran poseer un monje cisterciense, un maestro de pueblo español de la primera mitad del siglo XX o un capitán de la Marina Mercante retirado en Córdoba, que ha viajado por los siete mares y apaciblemente dormita ahora a orillas del Guadalquivir con la historia de la música universal dentro de su cabeza. Nada de lo anterior sirve realmente para nada, salvo para ser persona, lo cual no es frecuente en nuestros tiempos y no es poco. Pero hay muchos islotes de civilización inútil perdidos en los océanos de ignorancia útil, que claramente es la que hoy lleva a algunos a ser ministros. Pasar una tarde en casa de amigos charlando de libros y viajes o de Sor Cristina de Arteaga, durante horas, tomando vino de Montilla y jamón de Rute es una prueba de civilización, de clasicismo cargado de esperanza, porque de la misma forma que tratar con alguna gente es lo mismo que abrazar a una chumbera, hay todavía personas que defienden esos islotes de civilización de los que antes hablaba.

Siempre intento hacer una clara diferenciación entre turistas y viajeros, siendo los primeros los que consideran que viajar es moverse y considerando a los segundos como aquellas personas que tienen, por ejemplo, la costumbre de coleccionar cuadernos de cada ciudad nueva que conocen para escribir en ellos bellas impresiones, recuerdos emocionantes, hermosos paisajes y bocetos a lápiz de afilada punta de cualquier esquina o torre, o plaza, o capitel que les sorprenden por su peculiaridad, originalidad o compleja belleza. También están los que coleccionan dedales, ceniceros y posavasos, pero esos no entran en esta clasificación, porque son objetos de utilidad absurda. Otros, aparte de cuadernos y lápices, también coleccionábamos papel y sobres con los membretes de los hoteles donde uno ha estado a lo largo del mundo. Y hablo en pasado, porque desde que se inventó el artefacto en el que esta tarde de viernes escribo, las frías, asépticas e impersonales habitaciones hoteleras abundan en pantallas de plasma, cuartos de baño de cristal transparente carentes de cualquier intimidad, camas gigantescas sin sexo e innumerables toallas -una de ellas enrollada en forma de cisne- e inútiles teteras eléctricas, pero sin el menor rastro de papel, ni de sobres, ni de cualquier objeto que pudiera recordar lo que era el mundo culto y civilizado de antaño. Una maravillosa papelería, como las que aún subsisten en algunas ciudades con catedrales de piedra de cantería y plazas y calles porticadas como Bolonia, o algunas de Londres, o París. También resisten e incluso vuelven a imponerse algunas en Nueva York, o se sigue fabricando el mejor papel del mundo en pequeñas ciudades como Amalfi, en la Costiera Amalfitana. O en El Rejón en la calle Zurbarán de Madrid.

Papeles, lápices y libros. Libros, ese maravilloso invento cuya historia narra Irene Vallejo con la morosidad, el amor y la ternura de un antiguo contador de cuentos en esa delicia de obra que es ‘El infinito en un junco’. Libros entre los que he pasado mi vida, desde niño, desde que los Reyes Magos empezaron a traerme libros año tras año, porque como son magos, sabían que aquel niño tranquilo, soñador, no muy inquieto, ni excesivamente hablador, pasaba las horas muertas entre páginas. Cuando concurren circunstancias de biblioteca en casa y buenos maestros, cualquier niño crece en armonía y bondad ante Dios y ante los hombres, como dicen los evangelios. En la casa de mis padres -aún seguimos llamándola así los cinco hermanos, la casa- había librería, es decir, el mueble en el que se colocan los libros, pero también había una habitación a la que llamábamos la biblioteca, «la biblio» en la que solíamos jugar los días en los que la lluvia nos impedía salir al jardín. La biblio recordada y añorada, en la que empece a leer a Salgari y a Julio Verne, a Enid Blyton y a Richmal Crompton, los cuentos de Calleja, los tebeos del Capitán Trueno, El Jabato, y las enciclopedias, Universitas, Espasa, Monitor, los libros que me traía la señorita Inocencia -absolutamente carente de ella- Cien figuras españolas o El tesoro de conocimientos útiles. Después vinieron los Clásicos de la Colección Juventud de Bruguera, un maravilloso Quijote para niños en cuatro tomos. Y más tarde el mundo de la literatura alta y profunda, desde Dickens hasta iniciar El camino de Swann para llegar a La Montaña Mágica y hacer un alto en el camino en la casa de Los Buddenbrook, mientras sonaba La Marcha Radetzky y la pesadumbre alargaba las horas de Romeo, por no poseer lo que poseído las haría breves. Descubrir el Cuarteto de Alejandría, que me abrió el camino de las ciudades soñadas, encontrar a un amigo que pensaba como yo en El año que murió Marilyn, libros, libros, libros. Novelas, teatro, poesía, «a las aladas almas del almendro de nata te requiero…» en la chimenea de un cortijo después de un viaje en un tren de entonces durante cuatro horas desde Granada a Antequera, adolescencia y juventud plenas con los ojos llenos de luz y el palpitante corazón latiendo como un caballo desbocado. Realidades y sueños entremezclados como la urdimbre de una tela que es una vida en la que alguna realidad, no grata entonces, era sublimada por el ansia de belleza.

Mi madre no era una mujer especialmente lectora, salvo los dos periódicos del día y el Burda, o el Elle, imposibilitada en su visión a una edad relativamente joven en que sus dulces ojos azules -»Brigt eyes», verdad, Gonzalo- se volvieron grises y escasamente útiles, pero a veces me daba sorpresas inesperadas, como cuando hizo una librería con ruedas en el vano de la puerta que separaba mi dormitorio de la «biblio», en un alarde de eficacia convirtió una puerta en una estantería llena de libros. Pero mayor aun fue el descubrimiento cuando en los últimos años de su vida perdió prácticamente la vista y yo le empezaba a leer a Bécquer, o a Rubén Darío y solo hacía falta que entonara los primeros versos y ella continuaba recitando de memoria… «Margarita está linda la mar y el viento lleva esencia sutil de azahar…Margarita, te voy a contar un cuento…» y así seguía entre rebaños de elefantes y quioscos de malaquita por los parques del Señor hasta cortar su estrella y a veces se emocionaba recordando y pensaba en voz alta lo que su padre, mi excéntrico abuelo, le decía de pequeña: «don’t cry, don’t cry, with such a very pretty blue eyes·…

Recuerdos de libros y librerías. En una de ellas encontré a una mujer elegante, esbelta, enérgica y decidida, a la vez que tan dulce como mi madre, Enriqueta Luna, la madre de José Manuel Cabra de Luna, que fue la primera mujer en atreverse a abrir una librería en la Málaga de entonces. Y cuánto aprendí de ella y cuántos secretos literarios me descubrió en la calle Juan de Padilla, desde Proust a Thomas Mann y siempre que iba por allí, me recibía sonriente con su elegante peinado y sus ojos con la chispa de la inteligencia. Una mujer con tanta personalidad, clase y estilo que tuvo el delicado detalle de enviarme flores muchos años después a mi despacho de Unicaja, con elegantes tarjetones escritos con la letra picuda y esbelta de las señoras de aquel tiempo.

Recuerdos de libros, con libros, o por causa de libros. Como cuando una vez estando con mi padre en el bar del hotel Velázquez -cuántas veces habremos ido allí- yo con unos diez años como mucho y un camarero dijo «voy a traer un tebeo para el chico» y mi padre le dijo «a él , mejor le trae usted el ABC». O también mi padre que me sorprendió leyendo a Blasco Ibáñez como con doce años y sin prohibirme nada me dijo «creo que este libro no vas a entenderlo bien todavía, mejor lo colocamos aquí y cuando alcances a cogerlo, podrás leerlo y lo entenderás». Lo puso dos baldas más arriba. También yo le sorprendí a él, cuando leía después de su muerte las notas al margen de libros de Granada de Gallego Morell, o García Gómez, o Gómez Moreno y escribía descripciones y anécdotas suyas en tinta negra de pluma estilográfica en los márgenes, como delicadas hormigas que transportaban recuerdos. Quizás ningún recuerdo comparable al primer viaje al Escorial con mis padres a visitar al padre Llorden, que los había casado en el Sagrario, para que nos enseñara la Biblioteca del Monasterio, yo adolescente absorto, paralizado, literalmente estupefacto al contemplar la inmensidad de saberes acumulados entre tanta belleza. Parado ante la esfera armilar, como ajeno a lo que nos contaba el cura, oyendo entrecortadamente términos como humanismo, renacimiento, códices, Arias Montano, Felipe II, saber universal, Rey Prudente, y el sonido de nuestros pasos en el salón grande en una época en que aún no había llegado el turismo masivo avasallador.

Una librería maravillosa, otra frustración vital que morirá conmigo. Los libros siempre presentes en mi vida. Libros compañeros de soledades, de tardes de varano o noches de invierno. Libros engendradores de amistades y amores. Libros nunca devueltos. Libros robados. Libros apilados en mi mesa que difícilmente me dará tiempo a leer. Lo más inteligentemente hermoso que me ha ocurrido en los últimos tiempos ha sido encontrar a un joven cuyo sueño sería la existencia de una carrera en la que a uno le pagaran por leer, como si tuviera que acumular todo el saber del mundo en su cerebro. El mismo sueño he tenido alguna vez. Y el mismo sueño tuvo un mago, un genio, un hombre ciego llegado del mas allá, un creador de creadores, leer sin cesar, vivir entre libros, Jorge Luis Borges.