Opinión | El Palique
Café para llevar

Cola en una tienda de la capital.
Todo cerrado en mi ciudad. Comienza un domingo de quince días. Ahora, si quieres fundar una tertulia has de hacerlo en la cola del take away. Café para llevar. Café para llorar. Veo biciclistas por la avenida de Andalucía, señores en chándal que caminan simulando prisa por la Alameda. En la plaza de la Marina hay más bullicio y mi corazón también se va agitando por la caminata, que se torna placentera en el Palmeral. Salitre. Sol. Barquitos. Más gente en ropa de deporte. Poca gente. Hay gaviotas de palique y palomas asombradas. Nada de moscas. Si hubiera vencejos los metería en la columna también, en la que se me cuela una voz de megafonía que habla para nadie. La vista no se pierde en el horizonte, lo encuentra. Una señora pregunta la hora en el semáforo cercano a la estatua de Cánovas. Le voy a decir que son las nueve pero se me adelanta un joven y dice que son las diez. No se le presenta a uno todos los días la posibilidad de viajar en el tiempo. Puedo quedarme en las nueve o viajar a las diez. La señora se va contenta, digo yo que se va contenta, esa cara tiene. Seguramente solo quería hablar y le daba igual la hora. O no. Lo mismo soy yo el que alberga un pensamiento tópico y la señora tiene pocas ganas de hablar, mucha gente con quien hacerlo y una prisa importante. Los árboles del Paseo de los Curas tienen menos hojas que un catálogo de aciertos políticos en la pandemia. Parecen gigantes tristes sin broncear que quisieran caer sobre ti. Autobuses vacíos que semejan orugas de vuelta a su madriguera. Vaya usted a saber si las orugas tienen madriguera. Dejo que el túnel de la Alcazaba me devore. Soy un bolo alimenticio dentro de él. Cada vez más cerca de su estómago, que es la obertura de la plaza de la Merced. Me caen gotitas como si fueran jugos gástricos del túnel, que ya me está deglutiendo. Aprieto el paso pero no mucho, para no darme contra la valla del solar que ocupaba el Astoria. Vuelta. Semivuelta. Calle Granada hacia abajo. Un guardia de seguridad vigila la nada y a nadie a las puertas del Palacio de Solecio. La Canasta está de guardia. Una chica rubia entra, mira y no compra. Por eso está tan delgada. Yo me compraría siete bollos. Como con la mirada. Bollos, no rubias. La judería es tan pequeña que no cabría un judío. Hace un frío manso. La ciudad le administra a uno un silencio insospechado aunque no sospechoso. En la plaza del Siglo se forma una cola ante el cajero. Digo en alto buenos días. Así, por provocar. Me estoy quedando sin batería. El móvil, también. Me iría con ese grupo de gorriones que ahora veo. Despreocupados y canturreando.
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