Opinión | Notas de domingo

Quevedo por las esquinas

Quevedo por las esquinas

Quevedo por las esquinas / Álex Zea

Lunes. Envejecer es ir acumulando contraseñas. La vida es una sucesión de fracasos hasta que alguien te llama poeta.

Martes. Me traen ‘Hasta aquí hemos llegado’, novela de Antonio Fontana en Siruela. Ha ganado el Café Gijón 2020. La faja dice que es una visión divertida de la ancianidad. Fontana ya ganó el Málaga de novela y fue muchos años crítico de ABC. Le haré la crítica para el suplemento de libros de este diario. Ese es el gozoso encargo. Con el libro bajo el brazo , adjetivos en los bolsillos y un cierto ánimo como findesemanero, me lanzo a la calle. Último día en que la ciudad, hasta Dios sabe cuándo, tiene abierta la hostelería. La indecisión me atenaza y lo que me tomo es una decepción descafeinada. Demasiada gente en las terrazas. Me marcho rumiando. Lo del monólogo interior ya está inventado. Así que yo he inventado la columna interior. La voy redactando para mis adentros hasta que un coche me pega un pitido en un paso de cebra. Justo cuando iba por la mitad. De la columna, no del paso de cebra. «La cebra lleva por fuera su radiografía», que dijo Gómez de la Serna.

Miércoles. Las librerías están abiertas en Málaga, consideradas como esenciales, en estos días en el que todo el comercio y la hostelería están chapados por la pandemia. Me es imposible resistirme al juego de palabras: la de las no tabernas y cien librerías; la de las tabernas cerradas y librerías abiertas. Verás tú que viene un virus y acaba con el tópico. En las librerías puedes coger una tajá de poemas o un puntito con algún libro ligero. Es posible embriagarse con determinados ensayos y hasta tener resaca de novela negra. Esta ciudad podría ser protagonista de una distopía: un lugar en el que solo se permitiera/obligara a vender comida y libros. O sea, alimento para mente y cuerpo. La gente condenada por un orden superior a pasarse la vida leyendo y comiendo. Nada más. Un territorio de gordos inteligentísimos. O, al menos, cultísimos. La gente recitando a Quevedo por las esquinas, con El Quijote aprendido de memoria, reventando de colesterol a los treinta. En lugar de decir «el pobre Pepe ha palmao de un jamacuco» dirían «la existencia de don José ha cesado de súbito». Habría un líder revolucionario contra el orden establecido, sospechoso ante el poder por estar delgado, claro.

Jueves. Ciudad clausurada. Esto de no poder llevar a un entrevistado a tomar un café previo o una caña posterior amputa un poco la relación entre político y periodista, pero sobre todo te deja con mal sabor de boca. Mejor dicho, sin sabor de boca. No hay tanta posibilidad de confidencias, de datos relevantes para tus crónicas. Ni off the record ni off de nada. Nos despedimos y viene un taxi aséptico a recogerme y sin la menor incidencia me deposita un rato después en la puerta de mi domicilio. No pisaré ya la acera hasta el día siguiente. La vida con escudo. La vida en burbujas. La vida aséptica y sin incidencias ni emociones. Salvo la que le pueda causar a alguien ver la entrevista. De madrugada, recuerdo la sensación del viento en la cara en el taxi, ventana muy abierta. La ciudad en eterno domingo pero sin endomingar.

Viernes. «Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos» (Emil Ciorán). Los que ya no se hunden y salen con facilidad son los tapones de los benjamines de cava. Qué poco traen, carajo. Veo ‘Explota, explota’. Ciorán y la Carrá. Menudo parejón harían. Burbujeante ánimo.