Opinión | Tribuna

José Luis Villacañas Berlanga

Poder y autoridad

Un síntoma de la debilidad del poder es la necesidad de mantener ciertas cosas bajo secreto. Por el contrario, un síntoma de la autoridad es que, ante la realidad de su presencia, los demás se guardan de hacer ciertas cosas. Si juntamos los dos síntomas, podemos hacernos una buena imagen de las coordenadas en las que se mueve un régimen institucional. Si aplicamos estos dos principios a lo que está pasando en España resulta evidente que el Gobierno Sánchez no sale bien parado. Algunos hechos merecen en este sentido un adecuada atención, porque podrían sumarse a algunos otros síntomas para producir una imagen de preocupación razonable.

Vayamos ante todo a la producción de secreto. La clara voluntad de no dar a conocer unas páginas del informe del Consejo de Estado testimonia que hay opiniones serias que ponen objeciones a los planes de Sánchez acerca de la distribución de los fondos europeos, la mayor inyección pública de inversiones desde el Plan de Desarrollo de 1964. Este hecho no es baladí. Europa nos pide que intensifiquemos la transición energética, la digital, la ecológica. Los ciudadanos, tenga o no tenga el Gobierno obligación de vincularse a determinados informes y opiniones, se merecen conocer las líneas, principios y criterios de decisión para ejecutar la mayor financiación con fondos públicos desde hace décadas.

En este sentido, la oposición del PP parece dictada por una dudosa actitud. No se trata de mostrar algo que resulta más o menos obvio, que el Gobierno está sitiado en un entorno institucional hostil que va más allá del Consejo General del Poder Judicial. Se trataría más bien de promover una forma de hacer política, acerca de lo cual el PP no está en condiciones de dar lecciones a nadie. El verdadero problema es que los españoles no hayan conocido un debate parlamentario serio, y que de entrada la actuación principal de la política económica en décadas se tenga que dirimir en un Decreto-ley. Que el PP no haya contribuido a ese debate, eso ya le quita toda autoridad para exigir que se ponga encima de la mesa un elemento, y solo uno, el informe del Consejo de Estado.

Por supuesto, nos hemos acostumbrado a que el Gobierno opere mediante esas órdenes ejecutivas, que dejan al Parlamento solo con el derecho al pataleo. Pero al menos se debería marcar lo relevante, y un plan de recuperación lo es. Qué se va a hacer con unos recursos públicos ingentes que tarde o temprano tendremos que pagar, eso debería formar parte del conjunto de cosas de las que el Parlamento, y a través de él la ciudadanía, debería participar. Por supuesto también los territorios deberían intervenir y, aunque en campaña electoral no deberíamos suponer objetividad en la minoría catalana, no parece que se haya llegado a acuerdos transparentes.

Yo no estoy seguro, como dice Rufián, de que el plan del Gobierno entregue ciento cincuenta mil millones de euros en seis años al IBEX. Pero tampoco estoy seguro de lo contrario. Esa es la cuestión decisiva. No sabemos nada. En las Memorias de Navarro Rubio aprendemos cómo se hizo el Plan de Estabilización. Llega a decir que él se veía con Juan Lladó, del Banco Urquijo, y que este controlaba las ciento cincuenta empresas por las que se canalizaba la inversión del Estado. Nos gustaría estar seguros de que el hábito del Gobierno para gastar esa ingente suma de dinero será diferente. Y nos gustaría escuchar la opinión de Iglesias y de Echenique sobre este asunto, y no condenarnos como siempre a la polémica de la identidad de género para renovar el sentido de las diferencias en el terreno de los derechos abstractos. Levantar sospechas de que se beneficie a las grandes empresas no es suficiente. Desde el Gobierno, el grupo de Iglesias, si quiere dejar de malvivir en la insignificancia política, debería estar en condiciones de hacer propuestas materiales. Por ejemplo, la atención a la ciencia, que en plena pandemia sigue olvidada, mientras nos llegan noticias de la precariedad de quienes mantienen el tipo en la lucha contra la Covid-19.

En este sentido, que Vox haya amparado un plan del que no sabemos realmente apenas nada, significa algo diferente de ese conjunto de tonterías que hemos tenido que escuchar. Quiere decir que la comprensión del poder de Vox -y su forma de entender la conexión Estado-poder económico, forjada en la tradición que conocemos como franquismo pero que arrastra vicios seculares- coincide con esa forma de trabajar de la que todos los gobiernos españoles democráticos, sin excepción, no han sabido desprenderse. Esos hábitos no son capaces de distinguir entre el servicio al Gobierno y lo que Carmen Calvo llamó de forma metafórica el servicio al país. Que Vox acuse al Gobierno de crear la mayor red clientelar de Europa y que luego lo vote, testimonia que esa forma de entender el uso del poder no es un verdadero obstáculo para su visión de las cosas.

Pero lo más escandaloso, lo que nos hace regresar a épocas de descaro y desvergüenza, lo que testimonia una falta de respeto a la ciudadanía, una pérdida de autoridad del Gobierno y una degradación institucional sin precedentes, es la reunión de la fiscal general, que antes fue ministra, con Florentino Pérez, en medio de un movimiento de togas, abogados defensores, jueces y exjueces que causa estupor y que, en el torbellino de basura, se asocia al célebre Ferreras. Antes se tenía la vergüenza de mantener los hilos de la tramoya ocultos. Ahora ya no se tienen reservas en moverlos a la vista de todos. Si esto fuera índice de algo, sería de la desnuda impunidad de un sistema político que ya ha perdido su rumbo. Lo que vincule a estos cuatro comensales con Villarejo, no lo sabemos. Que hayan tenido que reunirse en el momento en el que el expolicía anuncia su disposición a cantar, al parecer a dúo con Bárcenas, quizá sea una coincidencia. Pero que estemos hablando de que la fiscal general del Estado se reúna con alguien que podría estar imputado, y con un abogado que defiende a varios de los acusados en las múltiples ramificaciones de ese cenagal, todo esto se lo habría permitido Trump u Orban a su fiscal general, pero dudo que un país con sentido de la dignidad pueda soportarlo. El grado de basura que siempre ha existido en España ha amenazado con asfixiarnos varias veces, pero que ya ni siquiera se respete la vieja hipocresía de resolverlo con discreción entre caballeros, sino que todo se trame a la vista del público, testimonia una desmoralización colectiva que sólo se puede entender bajo un régimen político débil, sin poder y sin autoridad.