Opinión | De buena tinta

CTRL + ALT + SUPR

Mi generación dista más con la de mis hijos que con la de mis padres. Los llamados nativos digitales, bebés que nacen sabiendo lo que ocurre si pulsas ‘Ctrl + Alt + Supr’, nada imaginan de lo que era jugarse la vida llamando a un fijo para hablar con la niña de tus ojos: una llamada que algunos tintes tenía de ruleta rusa, en tanto en cuanto podía ser recepcionada no sólo por la pretendida, sino por la madre o el padre de la nena. Y ahí había que estar y mantenerse, impasible el ademán, para dar imagen de solvencia y noble impostura.

Hoy por hoy, sin embargo, la telefonía móvil y sus mensajerías han mandado de cabeza a la extinción toda la antigua liturgia del cortejo o del pelar la pava, como también se decía. La textualidad no sólo elimina las trabas de los sorpresivos intermediarios telefónicos, sino que, además, no precisa de la voz como muestrario de nervios y tartajeos. Y así, a muchos jóvenes de hoy les basta y les sobra para establecer contacto la mera frialdad de la palabra escrita, casi siempre tan manida y recalentada desde la inmediatez micropoética que Instagram te vende a tres kilos por euro.

Y del acceso al destape, mejor ni hablemos. Mis años mozos y los de mis iguales eran aquellos en los que para ver una teta en volandas había que esperar todo un año el especial de Nochevieja y rezarle a San Judas Tadeo rogando que, entre José Luis Perales y Cantores de Híspalis, Sabrina Salerno saltara más de lo conveniente. Pero, ¡ay!, al pipiolo cibernético de nuestro momento presente se la trae con viento fresco el tema del bamboleo esporádico que les refiero, en tanto que, a un simple golpe de click, no sólo tiene acceso a todas las glándulas mamarias que se le antojen, sino también a las infinitas variantes en las que, desde las mil y una combinatorias de los colores unidos de Benetton, el mástil toma ruta de acceso no sólo en el anverso, sino también en el reverso y en cualesquiera otras alternativas u oquedades mixtas, propias y ajenas que ustedes y yo, quizá, no alcancemos a imaginar.

Y ésa es, pues, la condena y la gracia que la inabarcable información de internet aporta también a la juventud que aflora en el viejo arte de pelar la pava: que saben más de la inmediatez reguetonera del «mi cama suena y suena» que del bolero a fuego lento que susurra «toda una vida estaría contigo». Y ojo, que no digo yo que no haya chavales, que de todo habrá, que gasten sus datos móviles mensuales en ver lo último de National Geographic y en descargarse ‘Los hermanos Karamazov’. O los hermanos «Kaláshniko», como una vez me dijo uno. Pero lo otro, haberlo, lo que es haberlo, también haylo, y más que de sobra. Y claro, consecuentemente, entre el poco parlar, el mucho mensajear, el poco leer y el mucho posturear, los encuentros personales, cuando llegan, se tornan fríos como las palabras de una suegra (que no las de la mía, que bien la quiero). Y ante la inmediata parálisis conversacional que emerge tras el mercadeo de selfies de cuarto de baño, quizá no queda más que entrar de lleno y sin espera donde antes, llámenme raro, invertíamos un poquito más desde las cumbres del diálogo personal, del conocimiento interior, de la sana incertidumbre y de la paciente espera de la seducción. Y así nos va, o así les va, y así nos vemos, o así se ven: viajando en una época hostil donde el piropo, ¡viva la madre que te parió!, se condena en el patíbulo del neofeminismo, pero no pasa nada si la chavalería, que ni sabe de venéreas ni de cocinar a fuego lento, se tararea con gesto intencionado la tonadilla de «a mí me gustan más grandes» mientras sus sueños confluyen en la iconografía del pelotazo y palabras como sacrificio se hunden en el más profundo sueño de los justos. Nada queda ya de la dulce espera, de la utopía, ningún horizonte es imaginable si el mañana no existe a costa del presente, lo cual no deja de ser una tristeza. Porque, como decía Heráclito, «si uno no espera lo inesperado, tampoco lo reconocerá cuando llegue».