Opinión | Bajo el puente de hierro

Bolas azules

La vida es esto que sucede entre fiesta de cumpleaños y fiesta de cumpleaños de la hermana de Neymar. Tributo, soy feliz, busco piso en Idealista, actualizo mi perfil de Linkedin, perreo hacia dentro, me abrazo a los días como a la espalda sudorosa de un boxeador que me está inflando a hostias. Encuentro alivio asumiendo la derrota, respirando en su hombro, en esta comunión extenuada. Ni bien ni mal es el resumen de nuestra existencia, en este jueguecito de pijos tiesos, de cocinas con isla, de series que nunca terminaremos. Miro atrás por pura supervivencia. Rebusco en lo que fui para trazar un mapa de lo que vendrá. No somos lo que tenemos, somos lo que perdimos. Qué hermosa cuesta abajo. «Y si llevo la corona de la apatía, no me llames alteza; sólo conquisté bajezas», canta Michael Penn.

En Andorra mi amigo Jorge mangó unas gafas de sol. Teníamos dieciséis años. Me las regaló porque él, realmente, no las quería. Yo tampoco, pero las acepté. El delito ya ha prescrito, por eso lo cuento. Ya no van a extraditarnos. Las robó por el mero gusto de robarlas, porque estaban ahí sin amarrar, en un expositor giratorio, y con el jaleo de chavales mirando en tromba de tienda en tienda, vio la oportunidad y la aprovechó.

Nos habían advertido los profesores, y esto es tierno, de que si íbamos a meter la pata, evitáramos hacerlo en Andorra, porque no conocían la reacción que podía tener la policía de allí si nos pillaban. Resumiendo, que si estábamos tentados de delinquir, que esperáramos a llegar a Tarragona, que era el siguiente destino en nuestro viaje de instituto, y confiáramos en la bondad y la compasión de nuestras fuerzas de seguridad. Aún quedaban nueve años para que se inventase Youtube, Solari todavía jugaba en River Plate y las Spice Girls habían sacado su segundo single, ‘Say You’ll Be There’.

En aquel viaje, además de sentirme moralmente incómodo por el hurto de Jorge y mi blanda complicidad, y por culpa de los encuentros románticos con Berta, mi novia de entonces, un amor dulzón de muerdo retorcido, roce perpetuo y castidad decimonónica en los asientos del autocar, conocí una cosa llamada Blue Balls. Estas ‘bolas azules’ son una vasocongestión de los testículos, un dolor agudo debido a la excitación sexual prolongada e inconclusa. Aunque en la revista Nueva Vale negaban su existencia, y defendían que era sólo un invento de los chicos para forzar a las chicas a ir más allá, doy fe de aquel dolor; sentía como si la muerte se estuviera recostando sobre mi abdomen.

Lo peor llegó en Port Aventura. El dolor era insoportable. Casi me arrastraba por el parque, andaba con las piernas juntas, apretando el culo, rezando para que todo pasara. Aún así, titánico, no quise perderme el Dragón Khan. Me senté en el vagón y el asiento de seguridad se cerró con fuerza, presionándome los muslos, y del alarido que di el operario me pidió que bajara por creer que estaba sufriendo un ataque de pánico. Pasé la tarde bajo la sombra de una palmera artificial. Mientras mis amigos se montaban en nubes e historias, yo luchaba contra mis retortijones y el latigazo sobre la carne del pubis. Esa misma noche, mientras mis compañeros de habitación dormían, en el baño de un hostal viejo, con azulejos color limón y cortinas de ducha grises, sobre un retrete con taza de madera oscura, reactivé mi sistema nervioso simpático. El día siguiente fue el mejor día de mi vida. Fuimos a Viella, patinamos sobre hielo, cenamos croquetas y cantamos canciones de Mama Ladilla en el fondo del autocar.

Prestamos poca atención a la adolescencia, es una fractura que siempre suelda mal. Tenía un cuerpo grande y aún así, la ingenuidad no me cabía dentro. Yo amaba con mucha lentitud entonces. Besábamos largo, como nadadores entrenando con interminables y empapadas idas y venidas. Las caricias eran un lenguaje propio. Cerrábamos los ojos para sentir más profundo. Me da un poco de pudor imaginarme en aquella época. Con las canciones de Silvio Rodríguez, los atrapasueños, las pulseras de cuero. Las culpas eran livianas, la osadía majestuosa. Creía en la amistad, en el futuro, tenía ganas de aprender, de domesticar una vida que a cucharadas ya me daba la medida de su amargura.

Coital y viejo, observo ahora desde un bar de menú, soplo el san jacobo requemado, y el mundo me parece menos mundo. Fotografías de lobos con mensajes de autoayuda, barbacoas en las zonas comunes, hongos manchurianos, sal del Himalaya, cremas de frío y calor, mascarillas con cuadros de Klimt, amores medidos, calentones racionalizados, ensaladas del McDonald’s y cerveza artesanal. Qué quedó de aquellas punzadas de pasión en mi escroto, en mi corazón y en mi memoria. «Tuve una amante, no creo que ahora volviera a arriesgarme. En estos días. Y si parezco asustado de vivir como canto en mi canción, será por las veces que en el juego he salido perdedor», tradujo Abel Hernández de Jackson Browne. Estas bolas azules, este sol de la infancia.