Opinión | Mis días marinos

Mi Andalucía

Una imagen de la Alcazaba de Málaga iluminada por la noche.

Una imagen de la Alcazaba de Málaga iluminada por la noche. / Mariano Vergara

Si el nacionalismo en cualquiera de sus manifestaciones carece del más mínimo sentido en algún lugar de España, ese lugar es Andalucía. No es que en otros territorios sea posible mantener semejante ideología en pleno siglo XXI. Es que en este rincón de la geografía española, que es bastante más extenso que muchas naciones europeas independientes y, no digamos, que algunos pequeños aspirantes a serlo, en el que se encuentran algunas de las ciudades más antiguas de occidente, en el que la Historia – con mayúscula – ha dejado la huella sedimentada como en un palimpsesto de algunas de las más grandiosas culturas que han existido, nunca se ha sentido el mas mínimo interés en odiar a los de fuera – eso es el nacionalismo – ni en ridiculizarlos, ni en despreciarlos, como algunos ladrones redentores, orates enloquecidos y falsos profetas han hecho con nosotros, con nuestra forma de hablar, con nuestra lealtad a la España común, con nuestra pobreza emigrante producto de injusticias seculares y hasta con nuestra gastronomía, burlando el ajo y el aceite, hasta que los redentores de la nueva cocina empezaron a alabar las bondades de la dieta mediterránea, que nosotros llevamos cocinando hace miles de años, desde que los turdetanos, primos de los tartesios y alabados por Estrabon, eran «los más cultos entre los iberos y tenían leyes en verso hace seis mil años» y ya usaban el oro verde.

No voy a escribir de política, ni de comunidades autónomas, ni siquiera del día que hoy celebramos, porque Andalucía es tan vieja, tan culta y tan profunda, que el hecho de que un humilde notario de pueblo vistiera una chilaba e intentara crear una especie de nacionalismo andaluz, no tenía posibilidad, ni necesidad alguna de supervivencia y acabó asesinado ignominiosa y criminalmente en una cuneta de carretera. No me interesa la política ante una historia, una cultura, un arte y una literatura tan excelsas, que no hay caso igual en toda España, ni en Europa, salvo en Roma, cuya hija predilecta y preclara es nuestra tierra. Quiero escribir, por si interesa a alguien, de mi Andalucía, de la que conozco y he vivido, de la que amo profundamente, de la que hace vibrar las cuerdas de mi corazón, de su pueblo tan digno y callado en su antigua miseria, hasta que estalla de forma incendiaria, de sus paisajes, de su alma. Cojan, para empezar el mapa andaluz, colóquenlo sobre el de Portugal y vean su extensión, la provincia de Córdoba es más extensa que la inexistente Bélgica, o la siempre inoportuna Holanda y si bien la extensión de un territorio no constituye en sí mismo ningún factor de verdadera grandeza, si es una muestra de que estamos hablando de una realidad de peso, de entidad más que suficiente para que aquí hubiera crecido la ponzoña bíblica de las malas hierbas nacionalistas entre el trigo feraz y culto. Pero eso es casi imposible. La carga de civilización y de historia es demasiado sólida para permitirlo. Cuando Ana de Pombo creaba en Marbella los sombreros cónicos de paja, que luciría después Piedita Iturbe, estaba imitando invertida la bellísima cerámica campaniforme del Argar y los Millares en Almería, donde floreció la primera ciudad de la que se tiene noticia en España. El ojo egipcio de las jabegas de Málaga, que cantara Cocteau, y que Picasso tanto ha utilizado hasta en los retratos de Jacqueline, ya existía en el costado de proa de los fenicios, que comerciaban con Tarsis, que según la Biblia no era sino Tartesos. No hay mejor síntesis de lo que es Andalucía – y por ende, España, aunque moleste a burgueses nacionalistas de babor y estribor del barco que es nuestro país – que la fotografía que he elegido para ilustrar estas líneas: abajo el Teatro Romano y arriba la Alcazaba de Málaga, que fue capital de la España bizantina durante ochenta años en tiempos de Justiniano. Roma y los árabes definiendo con la sola presencia pétrea de su establecimiento aquí, modelaron nuestro existir. Y muy cerca la estatua de Ibn Gabirol, judío que traducía al árabe y al castellano las grandes obras clásicas legadas por Grecia y Roma.

Andalucía es ver al broncíneo efebo romano de Antequera torear de salón una noche en Granada ante la fuente renacentista de Carlos V. Andalucía es pasear de noche a la luz de la luna entre el bosque de gráciles columnas en la esbeltez marmórea del Patio de los Leones y asomarse a al interior de la fuente para contemplar el techo de atauriques del salón de los asesinados Abencerrajes y contemplar su sangre seca sobre el mármol y soñar con el trono nazarí en la Torre de Comares, para después sentarse en el ajimez del patio de Lindaraja, mientras la luna baña de plata la sombra de la muerte de amor de la princesa allí encerrada. Y ver el Albaicín desde el peinador de la reina, donde Carlos V se miraba en la saudade de los ojos verdes de la bellísima Isabel de Portugal y le construía un palacio florentino, con la perfección palladiana del círculo inserto en el cuadrado, al que nunca pudieron volver. Andalucía es contemplar la Peña de los Enamorados desde el interior de la Cueva de Menga y caminar por el Torcal siendo un niño tras los pasos de tu padre y pensar en el porqué de los cipreses entre olivos como en la Toscana. Y también es el juego de luces y sombras – el elogio de la sombra – en el patio de un palacio antequerano, o de un patio cordobés pintado por Winthuysen, mientras una dueña vela por la virginidad de una chiquita piconera de Romero de Torres. Y Andalucía es un Apolo limpio de sangre de piel perfecta y lechosa, crucificado por Velázquez y cantado por un vasco iracundo y profundo como Unamuno. Comparen el Cristo del más grande pintor de la Historia – con mayúscula – que es la pura serenidad y perfección del canon griego de Policleto con el atormentado de Grunewald y comprenderán muchas cosas. Y Andalucía son los niños de Murillo despiojándose o comiendo melón y la Virgen niña que pasean en Semana Santa los palios andaluces, como la Virgen niña, que sostiene a Cristo muerto en sus brazos, porque Miguel Angel, en similar amor al de los andaluces por la Madre de Dios entre azucenas, no la concebía sino como una joven adolescente sin mácula.

Y Andalucía es el espectáculo de los campos de olivares verde y plata de Jaén ante los que según la leyenda los romanos de Pompeyo, o los ulanos de Napoleón presentaron armas. Y el padre Guadalquivir, columna vertebral de esta tierra, por el que bajaban los troncos de pino de Cazorla hasta Córdoba para servir de armazón de vigas de la Mezquita, mientras los artesanos bizantinos componían los mosaicos del mihrab con las teselas regaladas al califa por el emperador de Bizancio Nicéforo Focas, pero también es el rio por el que subió la nao Victoria con Elcano al frente. Primus circundedisti me, como irrefutable prueba de su autoría frente a torcidas interpretaciones foráneas. El ancho Guadalquivir, que se abre paso al mar en un deslumbrante delta de garzas y ánades y azulones en Sanlúcar de manzanilla y playas doradas de un sol que camina hacia América por el cielo. Andalucía es luz y sombra y el dorado de la piedra renacentista de la Catedral de Vandelvira en Jaén y de las paredes de los palacios de Úbeda y Baeza, tan similar al de las piedras de Salamanca. Y Huelva, donde empezó a crearse el Imperio desde que salieron de ella los descubridores de la «terra incógnita», tan vieja que existe un pueblo que se llama Tharsis y en la que aún se escucha el eco de Paco Toronjo cantando un fandango del Alosno desgarrado.

Y es también Andalucía, la mía, el silencio sobrecogedor del Gran Poder entrando en la plaza de San Francisco, y el monumento a Bécquer, padre de Rubén Darío y del futuro modernismo y por tanto de la Córdoba lejana y sola de Lorca, circundando un árbol en el parque de María Luisa. El mármol siempre presente en Andalucía, como eterna latinidad e inalterable permanencia por los siglos de los siglos. Y la naturaleza irrepetible de esta tierra, como la Ronda partida en dos por un hachazo de algún héroe encolerizado, de calles recoletas y blancas, como la ruta de los pueblos de la Serranía, o las paredes blancas de los cuadros de Grosso con las hermanas de la Cruz cosiendo vaporosas sábanas blancas mientras la luz del sol de la tarde entra por una alta ventana.

Andalucía es mi amada ciudad natal, que huele a mango, chirimoyas y aguacates en un ámbito casi tropical, la de los jardines abiertos frente a la Granada y Córdoba cerradas en jardines y patios interiores, en la que espero estoica y serenamente a la parca, en la melancolía de mirar al mar eterno de nuestra infancia, cuando en la noche la bahía, que entonces estaba llena de vida y olía a salitre y brea, se iluminaba con las decenas de luces de las traíñas para que a la mañana siguiente los cenacheros pregonaran los boquerones con los que iban a hacerse abanicos, a la misma hora en que se recogían jazmines y toda la ciudad olía al paraíso y una vez al año las barras de plata del trono de la Esperanza crujían al elevarse como en el cielo el batir de alas de plata de los ángeles. La Málaga inacabada, la Málaga de tres mil años como Cádiz de mis recuerdos salineros del café de Levante. El mar, origen y razón de todo lo que existe, el mar siempre recomenzado y vuelto a empezar en su eterno oleaje. El mar y la mar de los marineros en tierra.

Este es, posiblemente, un artículo plagado de tópicos, porque las realidades, de tan presentes y repetidas, se convierten en tópicos. Y Andalucía siempre ha sido considerada tierra de tópicos por los que no conocen la profundidad y complejidad de nuestro ser y existir. Tierra de emigración y de creación y de integración. Tierra de acogida, tierra de compartir los mucho o lo poco que haya. Gente abierta y generosa. Que vivimos y hablamos como nos da la gana con la autoridad que confiere la vejez, la solidez de las convicciones y la independencia de criterio. No todo el mundo puede ser andaluz. Es una pena para los que no lo son. Pero así son las cosas. Qué vamos a hacerle.

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