Opinión | Mis días marinos

Armonías de la tarde

Armonías de la tarde

Armonías de la tarde / L. O.

Altos como los de Roma que cantaba Respighi alzan sus copas los pinos de La Torrecilla, que contemplo desde mi ventana. El terral agita sus ramas en este marzo ventoso, mientras escucho las bellísimas notas de la composición de Franz Liszt que da título a estas líneas y que un chico que viaja en moto interpretará este verano próximo junto al mar. Si el imparable coronavirus, las torpes autoridades y la escasez pecuniaria lo permiten. A este tipo de esperanzas hay que aferrarse en estos días ruinosos y enfermos, como cuando el siroco asolaba las playas venecianas según Thomas Mann, a punto de cumplirse quince años de que se agostara el manantial de mi vida, mi madre, que como las aladas almas voló alta y sola el diecisiete de marzo, festividad de San Patricio, mientras negras nubes descargaban del cielo cataratas de agua como en Irlanda. Recuerdo cómo, entre lágrimas, Mariluz Reguero me ayudaba a colocar el aparato de sonido de la lúgubre - por espantosa también -capilla de Parcemasa y preparábamos el Lacrimosa del Réquiem de Mozart, el Miserere de Allegri y la cantata ochenta y dos de Juan Sebastián Bach Ich habe genug.

Mi madre nos contaba historias de su niñez en ‘El Boticario’, alguna de las cuales están recogidas en la obra que ‘Ciudad del Paraíso’, a instancias de Ángeles, Lourdes y Margarita, acaba de reeditar, un precioso librito obra de su padre Sebastián Souviron Utrera, Historias del siglo XIX, que tiene algo de fina estampa, de sonrisas irónicas, alguna que otra carcajada y una gran dosis de sencilla elegancia. Aquella finca fue expropiada para la repoblación forestal en un expediente que creo que se extendió a lo largo de tres regímenes políticos en España, después de la «maldita filoxera», que decía mi abuelo Agustín, al que cuando le preguntaron si quería conservar la casa y el jardín, contestó que sin las viñas aquello solo producía gastos. Mi abuelo no era una persona muy centrada, algo bastante frecuente en aquella Málaga, y al que todo literalmente le importaba un rábano. Dormía con un mosquitero que le extendía por encima de su cama, la también medio desquiciada y fiel María Morillo - él siempre la llamaba así, con nombre y apellido - como si estuviera en las Antillas. Cuando había luna llena, no se quitaba nunca el sombrero, porque decía que le afectaba al cerebro. Y salía de sus habitaciones tocando una campanilla como el Santísimo, anunciando su presencia para que los niños, a los que no profesaba mucho afecto desparecieran de su camino. El grito de «¡que viene abuelo…!» era muy normal en aquella casa. María Morillo iba a que le dieran electroshock de vez en cuando y si no se quedaba muy tranquila, le decía al psiquiatra que le diera otra descarga, por favor. Mucho de todo esto hay en el libro de Sebastián, extravagancias y divertidísimas excentricidades y algo de desquiciamiento, que según Manolo Alcántara se debía al hecho de que a los bebés les mojaban el chupete en vino de los Montes para que se durmieran y no dieran la tabarra, pero a los chiquillos les dejaba las meninges como bizcochos borrachos. En aquella casa enorme y con un cierto destartalo, había un torno, porque como siempre entonces la cocina estaba en la última planta y el comedor abajo, escaleras varias, pasillos, altillos, y una gigantesca cama de caoba rubia americana del lagar de los Gálvez, en la que dormía mi abuela como la gran matrona que era. Mi abuela siempre tenía un vaso de agua de litines sobre la mesilla de noche de bronce y un gran crucifijo en una especie de baldaquino de madera dorada. Aquella casa, hoy en venta desde hace años, tenía suelos coloridos de cerámica malagueña bellísima, destruida después y sustituida por mármol blanco por obra de un señor cateto enriquecido, había salones que nunca se abrían, que olían a humedad y en los que colgaban grandes acuarelas inglesas, un bellísimo cuadro de Lucrecia, muy sospechoso de ser obra de Guido Reni, que nosotros llamábamos el cuadro de «la puñalada» y al fondo de un oscuro salón el maravilloso retablo de Los Desposorios, que se atribuye a Berruguete. Mi abuela en cambio tenía, si cabe, más atractivo como personaje, porque se dedicaba a rezar incansablemente, era capaz de oírse tres misas seguidas en la Catedral, después de las cuales se iba a la confitería de Anglada, o a La Imperial, y se atiborraba de pasteles, entre vaso y vaso de agua fresca de Torremolinos, que salía de un grifo de bronce en una pileta de mármol excavada. Siempre llevaba un manojo de llaves que solo ella decidía quién podía utilizar y solo a ella se le llamaba «la señora madre». Nos hablaba de La Divina Comedia y de los círculos y penas del infierno, a la puerta del cual ella había descubierto, no sabemos cómo, que existía un reloj gigantesco que repetía incansablemente «para siempre, para siempre, para siempre…», asegurando igualmente que por una mentira había que pasar cinco años en el tostadero del purgatorio, lo que provocó que a alguno de nosotros nos diera miedo de que nos preguntaran hasta la hora, por temor a equivocarnos y que en el contador de tiempo del horno, aquello contara como una mentira. Aparte de eso hablaba de flores de lis, de su colegio de Loreto en Gibraltar y de Anita Delgado, la maharaní de Kapurtala, con la que parecía unirle una extraña familiaridad. Demasiado bien hemos salido, sinceramente.

La historia que cuenta Sebastián de Currita Utrera, paseando su soledad vestida de blanco y luciendo un collar de brillantes de Worth, que parece que un bisabuelo nuestro le regaló después a una amante gitanilla, entre cipreses, cedros, laureles, castaños y nogales de los que hacia colgar espejos que reflejaban su belleza en la luna, provocando a su vez el pánico entre los arrieros que iban por el camino de los Montes, que pensaban en un alma en pena, es absolutamente cierta y la he oído contar en casa desde pequeño. Y tampoco estaba muy bien tía María Heaton, a la que dedica ese capítulo, que era regular tirando a mala y que conoció a tío Ruperto Heaton en el balneario de Lanjarón y se enamoró perdidamente de él. Y como no conseguía ni que la mirara, un día que él leía tranquilamente el periódico en la sombra del jardín, le arrebató la manguera al jardinero y la enchufó hacia el pacifico e indiferente inglés, que cayó rendido a sus pies ante tal muestra de inteligencia arrebatada y romántica.

Los Montes de Málaga tienen para nosotros un especial eco de sensibilidad, de recuerdos de infancia libre y olorosa a resina, a hierbas aromáticas y al bosque de pinos. De paseos a la caída de la tarde hasta «Morales» con mi padre y Juan Padilla, el guarda de la finca de «Los Pablos», que tenía cabeza de senador romano, una boquilla de fumar hecha con un hueso de conejo y una galga blanca, que se llamaba «Sultana». En la finca no había luz en aquel tiempo y era una aventura vivir en una casa que se alumbraba con quinqués de aceite y el agua llegaba a través de una bomba, desde una mina a la que también íbamos de paseo otras tardes, que había que poner en marcha con una palanca de palo, que todos nos peleábamos por accionar hasta que se escuchaba el chorro de agua que llegaba arriba y caía con un ruidoso eco de frescor. Creo que fue en los Montes donde por vez primera trillé en una era de las de antes, sobre la tabla con la que ahora suelen hacerse mesas de cristal carísimas, tirada por una mula. Cuando íbamos de paseo al «Boticario» mi madre nos enseñaba donde tenían un columpio hecho con sogas y una tabla y nosotros montamos uno con un neumático de camión, muy cerca de la venta del Boticario. En aquel tiempo, no había muchas cosas, pero éramos felices con lo que había.

A veces uno empieza a escribir con un propósito, o con una idea y después la historia sale por los cerros de Úbeda, o por Antequera como el sol, porque empecé a escribir con una cierta melancolía, que en el transcurso de estas líneas ha ido desapareciendo y ahora incluso estoy de buen humor, sin tener realmente ningún motivo sólido para ello. Una vacuna AstraZeneca cuyo efecto parece que no es precisamente benefactor, miedo y desconocimiento, año y medio sin salir de esta ciudad, ruina total, políticos deleznables en su inmensa mayoría, prevaricaciones y malversaciones a espuertas, y el agobio y asfixia de impuestos de todo tipo y de grandes empresas carentes del menor sentido social y que se pasan la ley de protección de datos por el arco del triunfo, no son motivos especialmente jubilosos. Movistar ha cortado dos veces un móvil de mi casa por deber las exorbitantes sumas de 1.50 euros y a los dos días de nuevo por 0.80 centavos de euros. Puedo jurarlo sobre la Biblia que es cierto. Y sin conexión al móvil hoy en día, no somos nada, no existimos, nos desvanecemos en el vacío, porque se nos impide la espantosa necesidad que tenemos de hablar constantemente con una máquina para cualquier cosa. Según las cuentas incendiarias de mi abuela, ¿cuántos miles de años de arder en el purgatorio merecen los presidentes de las grandes compañías suministradoras de productos de primera necesidad? ¿O los mandamos directamente al infierno? Si prefiere el primer caso, marque uno. Si estima que es preferible el segundo, marque dos. Se divertirán si compran el libro.