Opinión | Mis días marinos

Sor Ángela de la Cruz

Sor Ángela de la Cruz

Sor Ángela de la Cruz / Mariano Vergara

Atres luchadores incansables, María José Vergara, que ya ha vencido y Ana Avellaneda y Gonzalo Vergara, que van a vencer.

En el pasillo de Atocha de Málaga, a espaldas del convento de las Hermanas de la Cruz en la plaza de Arriola, existe un monumento a su fundadora, Sor Ángela de la Cruz, no especialmente hermoso, pero sí humilde, sencillo, pequeño como ella, junto al feo paredón del río, entre grúas gigantes y camiones de la cercana obra de Moneo, como una muestra de sencillez monjil ante la soberbia de la gran obra de arquitectura, si es que lo es. En los últimos días la estatua amanece con tres rosas en sus manos abiertas y un folio fijado con fixo en el pedestal de la imagen, en el que una mano anónima escribe «que termine el covid, por el Papa Francisco, por la Iglesia Católica». Cada mañana también, conforme pasan las horas, otra mano anónima desgarra el papel, arrancando las dos últimas peticiones, dejando reducida la plegaria a la petición de que se acabe la enfermedad. Una forma de discriminación como otra cualquiera, llevada a cabo por alguien que considera que madre Angelita lo puede todo desde el Más Allá, pero que se lleve solamente al covid y que al Papa y a la Iglesia los proteja alguien con «menos mano». Hay que tener mucho odio ignorante acumulado para hacer algo así. Si existe algo, o alguien en el mundo que sean exactamente lo opuesto a la exclusión, a la discriminación, a la separación, a la diferenciación entre los seres humanos, ese algo y ese alguien son Santa Ángela de la Cruz y sus hijas las hermanas de la cruz. Porque la saturación de condenas, de anatemas y de corrección de lo que se puede y lo que no se puede decir, expresar, desear o pedir ha llegado a tal paroxismo, que hasta para pedir algo a los santos hay que hacerlo de acuerdo con lo que se ha establecido como políticamente correcto y éticamente presentable.

No es tampoco muy aceptable hablar de caridad, que ya no existe, sino esa extraña y complicada palabra de la «solidaridad». No debe escribirse sobre algo trascendente, porque el canon imperante ha decidido que solo existe el «aquí y ahora». No se considera estético que una persona culta cometa la simpleza de escribir, o hablar sobre una pobre mujer, que empezó siendo una humilde chica zapatera con escasa instrucción de un barrio de Sevilla, pero se empeñó como Francisco de Asís, en despojarse de todo, vestir un hábito de áspera lana, ceñirse un cordón franciscano a la cintura, calzar alpargatas, dormir en una tabla, ser la más pobre entre los pobres, cuidar a los ancianos, a los enfermos abandonados, a los dejados de la mano de Dios, a los drogadictos, a las prostitutas, a la hez de la tierra, para terminar siendo algo tan pasado de moda como una santa. Se considera absurdo ser pobre como los pobres y vivir entre los más pobres, para, una vez conocida la pobreza a fondo, actuar contra ella sin otro instrumento que la caridad, la generosidad plena, la entrega absoluta, la abnegación total, el amor. Y en estos tiempos en que decenas de miles de ancianos han muerto solos, abandonados en un holocausto miserable de bajeza e indignidad, en esta Jerusalén desolada en la que de nuevo hay que pedir a los cielos que derramen el rocío y las nubes lluevan al Justo, las monjas de la Cruz siguen infectándose en su inagotable empresa de repartir sonrisas, oraciones, alivio, consuelo, sin pedir nada a cambio, sin esperar nada de los que ellas amortajan, con amor y cuidado como hicieron con nuestra madre el día en que se fue. Misericordia, otra hermosa palabra olvidada y pasada de moda, según la cursilería imperante del oxímoron y la distopia. La abyección de la normalidad ha llegado a tal punto de degeneración, que ya se nos dice por parte del llamado Bill Gates, ante el que El Avaro de Moliére es un aprendiz, que no podemos comer animales, porque es mucho más sano comer carne sintética. Las Hermanas de la Cruz no comen carne por sacrificio, son veganas por misericordia y no necesitan que nadie las empodere - ese ridículo verbo inventado por la ignorancia progre - porque ellas solas se confieren el poder y el valor para asistir en sus últimas horas a los abandonados y para dejarse insultar por los narcotraficantes de Torreblanca en Sevilla. No hay que ir a la India, ni buscar a la madre Teresa, porque suficiente miseria y santidad tenemos en España, ni tampoco buscar el misticismo hippy de los hijos de papá millonarios del primer mundo en el budismo zen, porque la espiritualidad de una hermana de la Cruz rezando postrada en tierra, o entregando su comida a una prostituta yonqui, o lavando un cadáver «para que se presente guapa ante el Señor» es tan alta como el vuelo de la caza de San Juan de la Cruz.

La hermana María Petra, una de tantos cientos de chicas jóvenes, dejó su casa, sus padres y su codiciado patrimonio a los veinte años para seguir a Sor Ángela. Estuvo treinta años en Santiago del Estero, una provincia argentina árida y pobre, cerca del Gran Chaco, de altísimas temperaturas, de la que volvió con la cara curtida y surcada de hondas arrugas resecas, como las de las gentes del campo de la Andalucía interior y anterior y murió con noventa años con ojillos picaros brillantes de felicidad, como portera de la inmaculada Casa Madre, en la antigua calle Alcázares, a la que el Ayuntamiento de la Republica impuso el nombre de Sor Ángela de la Cruz por la grandiosa labor social que llevaban a cabo en la ciudad. La Casa fue en sus tiempos el palacio de los condes de Miraflores de los Ángeles cuyo hijo Fernando Villalón, el que soñaba con toros de ojos verdes, allí nació. Y donde la Macarena se detiene en Semana Santa, a cuya basílica seguramente algún año iría la hermana María Petra a cumplir esa tradición histórica de que solo las hermanas de la Cruz peinan y visten la ropa interior a la Esperanza, que previamente han planchado con esmero y delicadeza. Y ella abría el portón para que sus hermanas cantaran con el paso vuelto de cara hacia ellas. Sor Ángela y sus hijas son puramente andaluzas. La Roma andaluza, la misma del Puente Romano de Córdoba, o el Teatro Romano de Málaga. Al amanecer llegaban los Reyes de Bélgica desde Motril, esos insólitos Balduino y Fabiola, a rezar el Vía Crucis con la comunidad por los hermosos patios porticados de columnas y ayunar el Viernes Santo. Nada más lejano a una clausura que una monja de la Cruz, que se tira literalmente a la calle en invierno y en verano con esa terrorífica estameña que raspa la piel, a pedir limosna para los pobres y a acudir a los barrios marginales a vencer con amor las pedradas de los pobres yonquis que les gritan «brujas» y acaban siendo vencidos por el amor incondicional de estas mujeres, que no saben lo que es el feminismo, porque uno ignora lo que es realmente y ni se lo plantea, cuando tiene que curar las llagas del sida, o las venas encallecidas de los pinchazos de la heroína. De todos los merecidos homenajes que se han tributado en España a médicos, personal sanitario, enfermeros, bomberos, soldados, policías, guardias civiles, nadie se ha acordado de las Hermanas de la Cruz, cuya comunidad entera enfermó en Sevilla y en muchos otros lugares de España, precisamente por estar en primera línea de combate contra el virus, de casa en casa y de residencia en residencia, mientras otros y otras decidían desde sus recientes mansiones quién podía vacunarse, quién podía salir a la calle, qué se podía decir y qué era pecado pronunciar en nombre de la santa corrección política.

Y la hermana San Gonzalo, su sobrina, que siguió sus pasos hasta en el hecho de llevar años y años en la misma provincia argentina y los años que vendrán. Pensar en ese tipo de separaciones de la propia familia en pos de un ideal de entrega y servicio a los pobres, aparte de la dificultad de entendimiento que entrañan, llevan consigo la admiración ante la firmeza de unos durísimos ideales, que mientras a unos puede causar perplejidad, estupor o extrañeza, a otros puede causar admiración y hasta sana envidia por la claridad de ideas a la hora de buscar el camino a la felicidad. Pero jamás veréis a una hermana de la cruz triste, deprimida, hundida. Nunca. Son la imagen de la plena felicidad que da el vivir por y para los demás. La sonrisa en la cara siempre, los ojos brillantes y el alma que se les escapa por la boca.

Abran sus mentes, entréguense a la ayuda a los otros, especialmente si son diferentes y ajenos, no condenen, no censuren, no hagan caso a los insultos, no se dejen llevar por la melancolía, ni el desánimo, ni el espíritu de derrota. Por difíciles que sean las circunstancias, como las de ahora, nada existe más fuerte contra el mal que el negarse a admitir que vamos a aceptarlo, nunca vamos a aceptar que no somos capaces de modificar las circunstancias adversas, porque los creyentes sabemos que el Amor de los Amores es invencible y los no creyentes saben que el ser humano es el centro y el eje de la vida y que es quien ha creado muchas iniquidades y muerte y destrucción, sí, pero también es quien ha hecho posible todas las maravillas de nuestro mundo actual, que a pesar de todo, es la mejor era de la historia de la humanidad.

Ahora cuando termine de escribir estas líneas, iré a cuidar mi planta de café y a plantar el esqueje de la flor de cactus tropical, que me ha regalado mi hermana Cristina, el que florece bellísimo una sola noche y huele como deben oler los ángeles. Porque este año, la primavera, como cantaba y escribía el gran Serrat de nuestra juventud, la primavera ha llegado el veinte de marzo.