Opinión | Bajo el puente de hierro

Torrijas

De niño, si tenía miedo, me metía en la cama de mi madre. De adulto, si tengo miedo, me meto en la cama de mis hijos. Siempre encuentro cobijo en el sueño ajeno. Mi madre tenía un nido en sus costillas. Mis hijos tienen una galaxia en sus párpados. Yo siempre seré el que vaga por los pasillos de madrugada. Duermo vestido, vivo desnudo. En estas palabras están mi piel y mi grasa, mis huesos y mis insomnios. Por dentro somos petróleo. La luz no da color a nuestros órganos. Somos penumbra y porche vacío. Cada edad tiene sus terrores. Hay una bruja con dedos afilados y encías negras a los pies de cada cama. Vivir es hacer las paces todo el rato con todo el mundo. También con uno mismo.

Me ha empezado a seguir mi nutricionista en Instagram, se va a descubrir el pastel. Me sobran siete kilos. Me sobran muchas más cosas, ojalá tener un peso para saber exactamente qué debo sacar de mi vida. Tengo una amiga que no tiene báscula, se basa en la ‘tangametría’. Si las bragas no le aprietan, está en su peso. Si nota cómo las gomillas se hunden en su carne, vuelve al gimnasio y a la quinoa. Mi nutricionista cobra por prohibirme lo que me gusta. Sin ella, seguiría tomándome la Nocilla con cuchara. Sin ella, el pacharán y las croquetas. Sin ella, el suave y etílico atardecer de las terrazas. «Echo de menos estar sobria», dijo una amiga mientras pedía otras dos cañas. Dramatizaba, nos reíamos, pero ambos recordábamos épocas así. No hace tanto. Naufragando en las noches. Flotando sobre tablones por el día. Nuestra existencia es un pecado intermitente. Me siento culpable por hacer lo correcto. El cielo es una merendola en la que ningún dulce engorda. Hay que beber con decoro y hablar de dinero sin ansia. Hay que aprender a jugar al parchís, aunque en nuestra cabeza solo habiten peones, alfiles y reinas.

La ciudad es un paraíso urbanizado. Tenemos cerveza y patatas fritas. Tenemos la hermosa urgencia. El vértigo. Televisión en los autobuses. Chistes por Whatsapp. La felicidad es un descampado que se va llenando de basura. Soy mi propia torrija: blando y regado con vino. Estoy viviendo días extraños. Encuentro belleza en esa raridad. A veces me siento un afortunado, otras veces la vaca que el tornado arrastra por los aires. Mi corazón es una novela turca, mi cabeza es la cama donde se amaban Marina y Lobo. Perdí el interés en tener la razón. Perdí el interés en ser procaz. Perdí el interés en parecer un tipo con chispa. Que dios me libre de los graciosos, que de los fartuscos ya me libraré yo.

Se ha acabado ‘La Isla de las Tentaciones’. Es una pena, porque a mí me alivia sufrir por los demás y dejar de hacerlo un rato por mí mismo. Raúl y Claudia han roto. Se querían, se quieren, pero hay una grieta entre ellos. Se miran de lejos, esmorecidos, y a sus pies el abismo. Me da mucha tristeza que, a veces, las relaciones se acaben, sin más. Sin estruendo. Como un vaso que se cae, no explota, pero que se raja, manteniéndose entero, pero ya inútil. Conservarlo es arriesgarse a una herida futura. Todos hemos pasado por eso, por ese entierro en vida. De la infidelidad se sale; de esto, casi nunca. Arrastramos sus nombres, aunque ya hayan pasado años. Amores que pudieron ser y no fueron. Frágiles parasiempres. Olores enjaulados. Un puñado de bares a los que procuramos no volver. Yo ya no recuerdo el cuerpo desnudo de algunas mujeres a las que amé con todo. No recuerdo la curva de sus tetas ni la luz de sus pezones y apenas su espalda o sus tobillos. Tampoco su voz. Mucho menos sus gestos. Pero hay una nube que amenaza tormenta si oigo su nombre. O creo ver su rostro entre la muchedumbre. O si un sueño, como el mar, arrastra su recuerdo hasta la orilla.

Pasión, torrijas y polvos conejeros. Habitamos nuestro propio ‘reality’, no nos echemos las manos a la cabeza. Hay amargura y deseo. Despecho y duda. Se raja del que no está, se abraza al débil, se cuestiona al fuerte. Y todos portamos, como hombres del saco, nuestros miedos. Cambiar de cama es una opción. Eso lo saben los niños, los jóvenes y los que, como yo, ya empiezan a sentirse viejos.