Opinión | El contrapunto

Aquel verano, hace once años

Hotel Schweizerhof de Lucerna.

Hotel Schweizerhof de Lucerna.

Nos lo contaba Aldous Huxley en uno de esos portentosos ensayos de sus años áureos, los que siempre siguen ganando con el paso del tiempo. Los madrigalistas italianos buscaban sus textos entre las obras de los poetas más admirados del Renacimiento. Aunque ‘il Sommo Poeta’, Dante, era considerado demasiado áspero e incluso anticuado. Por eso el gran favorito era Petrarca. En él, los ángulos y las costuras del lenguaje nunca se notaban. Al fin y al cabo cada madrigal era un pequeño poema en clave coral, que se concentraba, milagroso, en tres o cuatro intensos minutos.

Siempre he pensado que los veranos en los lugares de moda parecen hechos para aquellos madrigalistas renacentistas. A través de viñetas que se van intercambiando en las orillas del Mediterráneo, del Adriático, del Egeo o de un lago austriaco o suizo. Eso sí. Nunca lejos del agua.

La llegada de Richard Wagner al hotel Schweizerhof de Lucerna en 1859, en los finales del estío, fue la realización de un milagro poco frecuente. El pasar la barrera, la muralla invisible del final del verano, como si ésta no existiese. Al maestro le encantó Lucerna, el antiguo puente medieval y las montañas que rodeaban el lago, tan unido a la historia helvética. Y sobre todo le encantó el hotel. Había un problema. Era el fin de la temporada y el augusto establecimiento cerraba sus puertas. Los propietarios entonces del Schweizerhof, la admirable familia von Segesser, decidieron que no se podían defraudar las expectativas del célebre compositor. El hotel se cerró, aunque no del todo. Habilitaron un anexo para el ilustre huésped. A cargo de una bellísima y joven gobernanta, Verena Weitmann, que capitanearía el pequeño grupo de empleados que atendería al único huésped. El fruto de aquel invierno en aquel hotel-palacio en las orillas del lago de Lucerna fue el tercer acto de ‘Tristán e Isolda’.

Las viñetas de aquel mes de julio en Marbella, mi pueblo, también van pasando. En una de ellas recuerdo a María, una escritora malagueña, de intensidades y penumbras chejovianas. Presentó en el Ateneo marbellí, ante un público entregado a su donosura y a su talento, su ‘De cal y sombras’. Entre los asistentes divisé a un fascinado y eminente matemático británico, Graham Hawker, convecino de Marbella. Me comentaba Graham que el problema de nuestra ciudad mágica era que nadie nos había iluminado sobre cuáles eran los axiomas. Es sabido que los matemáticos buscan siempre el contexto, los axiomas secretos del sistema, los que nunca necesitan demostración. Por eso los políticos generalmente se sienten incómodos en presencia de las matemáticas puras. Son el único idioma del universo en el que no se puede ignorar ni la verdad ni la realidad absoluta.

Rescato en las anotaciones de antiguos cuadernos de notas aquellas tardes marbellíes de vino y rosas. En una elegante tienda consagrada a los curtidos más nobles se presentaban auténticas maravillas. Se unieron durante dos horas a la capacidad de deslumbrar de unos jóvenes maestros en el arte que nace en las cocinas excelsas. Inolvidables. Ambos

Tuve que luchar con el reloj para no perderme ese día la presentación en el Marbella Club de los tesoros de una famosísima joyería neoyorquina. Emocionante, como siempre, fue entonces la obligada evocación de nuestra Audrey Hepburn y sus desayunos en una Marbella que navegaba en la luz cenital y las neblinas que venían del mar del ‘Ferragosto’. El mismo mar que Audrey había compartido hace ya muchos años en Los Monteros y en el Marbella Club. Los destellos de aquellas joyas nos llegan también ahora, en un contrapunto de excelsos madrigalistas. Desde lejanísimas galaxias. Que probablemente ya no existen.