Opinión | Málaga de un vistazo

Líneas rojas

Nos estamos acostumbrando a que se pasen los límites como si nada, como si no los hubiera, como si todo valiera lo mismo, lo bueno para unos, lo malo, lo relativamente acertado, lo erróneo y lo abyecto comparten tablero y partida. Y nadie gana, no es un juego, no hay juego cuando todos pierden, cuando se trata de tumbar las fichas, sin normas ni mínimas reglas compartidas.

Se puede asumir que los discursos políticos sean desacertados, injustos, incluso cínicos, se puede entender el enfrentamiento, la desavenencia, los dimes y diretes, los intereses partidistas, las promesas incumplidas y hasta la mentira directa, pero no se puede digerir el insulto constante, la maldad en la palabra, el odio en la mirada, el desprecio altivo, la provocación premeditada y apelación a los bajos instintos, no hay democracia con aparato digestivo capaz de tragar con todo eso sin inmutarse, sin transformarnos, sin deformarse.

Si la política continúa por el camino que ha tomado, si se pierden el respeto de esa manera los adversarios, si se iguala el valor de una idea o un argumento al de un exabrupto y al desprecio, si se da voz a lo agresivo y se sube el volumen del odio, si se impide, en fin, el debate qué no pasará en la calle, si tan bajo se cae por arriba a qué altura dejaremos el suelo del día a día. Nos estamos acostumbrando a que todo vale, y eso sólo puede terminar en que nada valga.

Nos ha costado muchos años construir una sociedad que permita una convivencia donde quepan todas las personas, donde las desigualdades se señalan y tienden a compensarse, donde las diferencias comparten espacio sin arrebatárselo a codazos y nos queda aún mucho camino por delante como para dejar ahora que el pasado nos adelante y retrase y nos lleve donde antes. En democracia claro que cabe todo, menos lo antidemocrático.