Opinión | 725 palabras

¡Salve, palabras...!

Nueve años atrás, tal día como hoy, me senté dispuesto a escribir setecientas veinticinco palabras, y lo hice... Hoy, voy a volver a hacerlo. Y, cuando acabe, ya serán trescientas treinta y nueve mil trescientas las palabras amontonadas, en desafortunado orden, unas, y en afortunado desorden, otras. Fuere cual fuere su amarillejo estado, en este preciso momento todas disfrutan de perfecta salud en algún lugar entre la plena consciencia y la completa inconsciencia de este escribidor que hoy las rememora y las saluda. ¡Salve, palabras...! (oigo su jolgorio).

Ojalá pudiera uno tener memoria integérrima para todo, siempre... No, mejor no... El olvido es una invaluable e imprescindible herramienta para la salud mental y para la vida. Dejémoslo estar...

Más allá de los sustantivos y sus clases, de los pronombres y las suyas, de los adjetivos y sus categorías, de los verbos y sus tiempos y sus modos, de los adverbios, de las preposiciones, de las conjunciones, de los artículos..., las palabras son entes con vida propia expuestos al pairo de los sentires. Tanto al de los sentires sombríos que mueren y matan a las palabras, como al de los sentires luminosos que las mecen y las viven y las reviven. Hay cálamos pesados y fríos como el mármol que nunca bailan con las palabras y cálamos ingrávidos, como el alma, que previo a invitarlas a bailar las arrullan y las acicalan y las perfuman... Las primeras palabras huelen a Nenuco. Un aserto: las madres de todas las guerras y de todas las paces residen en el alma de las palabras.

Las palabras huelen, se palpan, se saborean, se ven, se oyen, se sienten, se presienten... y fluyen calmas y parvas o atropelladas a borbollones. Las palabras a veces visten el silencio y a veces lo desnudan, pero ninguna palabra es ruido para las musas. Las palabras gustan de ir de suerte en suerte y de predio en predio, ¡allez hop...!, a veces buscándose y encontrándose, a veces buscándose sin encontrarse y a veces encontrándose sin buscarse. Todo es posible en la viña de las palabras, incluso para esas palabras valientes que viajan desnudas de pensamientos impuestos, que según me contaron demasiado pronto, no van al cielo. «Al arbolito desde chiquitito...», decían mientras se ajustaban el sayal con aquel cinturón de cuero amenazante. Sí, había cueros curtidos y cueros amenazantes.

Ser juez de paz para concitar palabras y unirlas en matrimonio no es fácil, especialmente si lo que se pretende es retratar el efímero instante en el que una emoción muere, que es cuando aparece el gélido viento huracanado que guía a las palabras que van a morir a la Isla de la pavura literaria, una isla recóndita en la que recalan millones de provectas letras estériles cuyo valetudinario pulso ya no las asiste en el emparejamiento para alumbrar palabras. El pulso trémulo jamás fue cómplice de la buena caligrafía, ni como metáfora... Donde no hay palabras el silencio es facundo y la mentira no existe, porque la mentira, sin palabras, nace muerta.

Las palabras son un bálsamo amigo para la soledad, pero, ojo, que pueden volverse acérrimas enemigas si no se sienten correspondidas o si se sienten ortopedizadas. En este sentido, en Les Mots, que es una autobiografía, Sartre cuenta que él se inició en la escritura clandestinamente, ocultándose de su abuelo, que era un abuelo feroz por mandato divino, y narra que fue precisamente aquella obligada escritura clandestina la que lo impulsó a escribir por escribir y la que contribuyó a que aquellas palabras que nadie leería fluyeran naturales y verdaderas, y no artificialmente adaptadas. Excepto cuando nosotros mismos somos nuestra peor compañía, las palabras siempre nos acercan a nuestra mismidad desnuda.

A los niños, durante el primer periodo de vida, todo su idiolecto les cabe en el dedo índice con el que aprenden a decir luna, y jamás yerran. Los niños añosos, a más nos entregamos al aguzamiento del dedo índice a base de hurgar en los infinitos teclados virtuales que condicionan nuestras vidas, más y más empujamos a las palabras hacia la insondable sima del olvido, donde las suicidamos por precipitación.

Misión cumplida, casi... Se me apetece intensamente cerrar este artículo reiterándole el saludo a mis palabras de nueve años, que desde ya son una bien avenida familia de trescientos treinta y nueve mil trescientos entes vivos.

¡Salve palabras...! (escucho su algazara).