Opinión | De buena tinta

No me cogeréis vivo

El columnismo de opinión se ha convertido en una trinchera de riesgo donde cualquier evocación crítica se transforma en apetecible diana de algunos detractores que, sin un claro oficio y quién sabe si con cierto beneficio, emergen desde el anónimo parapeto de las redes sociales para replicar con giros verbales que harían sonrojar a Carmen de Mairena, que en paz descanse. Giros en los que, por menos de una perra gorda, le mentan al columnista figurados oficios primigenios de su santa madre, le cuestionan los asientos del libro de familia y le derivan el origen y el final de la legítima opinión que salvaguardan sus letras a aquella zona oculta, pero más que preclara, donde la digestión se alivia y la espalda tiempo ha que perdió su casto nombre.

Con todo, servidor de ustedes sabe que, sin duda alguna, transita la vereda del buen camino cuando los de cada bando lo identifican con el contrario en este complicado devenir de no casarse con casi nadie y ser amante, siempre, de las mieles del sano debate en igualdad de tono. Pero claro, insisto: en estos tiempos hostiles y tan propicios al odio, que diría el poeta Ángel González, uno jamás está a salvo de que, a golpe de tuit o de comentario en Facebook, se la endiñen con la vizcaína, siempre a cuenta de la política, parroquianos con los que, sin embargo, jamás has mantenido interactuación alguna sobre tu ocio, tus logros, tus luces, tus inquietudes, tus lágrimas o tus alegrías: personajillos que, sin embargo, sí que rompen el silencio y emergen descaradamente como hijos ilegítimos de la vergüenza ajena para cuestionarte a golpe de mala lengua lo que a ellos se les antoja una provocación a su particular adhesión o gurú de turno. Y es que quizá, precisamente, digo yo, debieran ser todos aquellos que se acuerdan de la madre de los columnistas y de lo que les tiene o no que entrar a éstos por el extremo final del tracto digestivo, siempre tan aludido, los que harían bien en tomarse más de un yogur de esos que promocionaba José Coronado para dar cómodamente de vientre.

Por lo que a mí respecta, hoy, proclamo, no me cogerán vivo. La columna presente discurrirá, por ejemplo, a lo largo de la equidistante asepsia valorativa que emerge desde un bodegón costumbrista ubicado en nuestro paseo marítimo malagueño, no dando pie a que ninguna de mis palabras o comentarios pueda herir sensibilidades, lenguas sucias o cábalas de la sospecha de ningún colectivo de ofendidos, ofendidas u ofendides.

¿Habrá, acaso, algo más conciliador que un desayuno en esa bendita zona en la que colindan Pedregalejo y el Mediterráneo? Vayamos pidiendo un café, por ejemplo. O, quizá, no. Porque el café es un producto que bien pudiera evocar la recolección del grano por parte de los esclavos en los cafetales de Brasil. No quiero que me tachen de capitalista, mucho menos de racista. Pero tampoco un Cola Cao sería la alternativa, porque el Cola Cao también puede ofender desde su cante: «Yo soy aquel negrito del África tropical que cultivando cantaba». Pidamos, entonces, mucho mejor, un sencillo vaso de agua, a ser posible del grifo, que el agua viene del mar y al mar vuelve. De comer, nada. Que en los albores de este siglo fácilmente se puede insultar con tu elección a veganos, vegetarianos, crudivoristas o frugívoros. A veces, lo mejor es no pronunciarse: uno en su casa y Dios en la de todos. ¡Uy!, pero mejor no mentemos a Dios, que eso da pie a que te arrojen el tema de la inquisición en menos que canta un gallo: un tema recurrente y mejor posicionado en la memoria a corto plazo que el ajuar de Pinochet, del nacionalsocialismo o del amigo Stalin.

Si acaso, para evadirnos, cantemos algo sereno e incuestionable. Pero nada de mi querido Silvio, que huele a revolución; ni del evocativo machismo de Los Chichos, donde el marido, «para que tú la bailes, son, son», quiere mandar en su mujer como manda él en sí mismo.

Me temo que, finalmente, casi mejor, me limitaré a guardar un irreprochable silencio. Aquí, frente al mar de Pedregalejo y con mi vaso de agua, disfrutando de la brisa del Mediterráneo y cara al sol. ¡Uy! ¡No! Cara al sol, no. Tampoco.