Opinión | Entre el sol y la sal

Cuasimodo, yo sí te creo

Se dice, se cuenta, se comenta, que allá por el S.IV, el emperador Valerio dictó una máxima del derecho romano con la que solventar un juicio a falta de pruebas más contundentes: Cuando tengas dudas entre dos presuntos culpables, condena al más feo. Así, por la cara, nunca mejor dicho. Esta barbaridad encontró su eco en el S.XIX con la frenología, seudociencia que afirmaba que al estudiar el cráneo y las facciones de la cara se puede determinar si un individuo va a desarrollar tendencias criminales. En unas palabras, asociaba belleza con bondad y fealdad con maldad. En otras palabras, la cara es el espejo del alma. Estas estupideces, por muy locas que nos parezcan, se colocan a la altura del pentotal sódico, la máquina de la verdad o el lenguaje no verbal como métodos de hallar la verdad, pues no existe a día de hoy ni un solo método científico para detectar si alguien miente. Por muy feo o guapo que se sea.

Es cierto, no puede negarse, que la fealdad causa rechazo. Sólo Sabina se atrevió a enrollarse con Lola, una fea a la que los demás no pasaron de darle besos en la frente. Y en ello encontró Joaquín un placer desbordante, abierto de par en par, que resultó mucho más satisfactorio y lujurioso que el falsamente prometido por tantas bellas damas que luego se mostraron más pendientes de su peinado durante la coyunda. Es cierto, no puede negarse, pero de ahí a condenar a alguien por feo, hay un trecho. Qué digo un trecho, hay todo un océano de humanidad y discernimiento.

Tampoco se trata de pecar de buenismo y ensalzar lo horripilante, pues no conozco a nadie a quien dando a elegir entre lo bello y el oso, se decante por lo segundo. Ahora bien, tampoco puedo endiosar la belleza, pues lo uno, y su antónimo, son cualidades que nos vienen dadas y no dependen del esfuerzo o el mérito de cada quien. Para mí, lo digno de admiración, es que cada uno sea consciente de la suerte que le ha tocado en vida con la lotería de la hermosura y haga de ello algo especial y extraordinario para que, por exceso o por defecto, no sea nada esencial que le defina como persona. Y eso que la belleza está en los ojos del que mira.

Bueno, a lo que iba, que se me va el santo al cielo. Que menos mal que Pablo Iglesias no vive en el S.IV, porque se iba a comer más trullo que los Izquierdo de Puerto Hurraco. Y usted, querido lector, se preguntará a qué viene este giro de guion. Con lo filosófico que me había puesto. Pues viene, simple y llanamente, a que es vergonzoso que todos y cada uno de los medios de este país hayan dedicado un solo minuto a analizar el corte de coleta y nueva imagen del filobolivariano. Con la que está cayendo.

En fin. Yo vuelvo al derecho romano, que es lo mío. Menos mal que no vivimos en el S.IV, porque si me jode que condenen a Iglesias sólo por feo, más me jodería que absolvieran a Sánchez sólo por guapo, pues no hay duda posible entre estos dos culpables. Veredicto: A galeras a remar.

Y no piensen que, dado cómo está hoy en día el Ministerio del Interior, la condena supone un mal del todo desdeñable. Mientras usted cotiza, lucha por su familia, madruga para ganarse el pan, respeta las normas de urbanidad, trata de ser un ejemplo para los suyos, y espera pacientemente a que le toque la vacuna por rango de edad sin importar sus circunstancias; no olvide que todos los presos de España (violadores, pederastas y asesinos entre ellos), ya han sido vacunados con Janssen. Que sí, que también son personas, pero muy feas.