Opinión | Marcaje en corto

Aguas abiertas sin esperar al 40 de mayo

Cuando el refranero español tomó forma no existía el efecto invernadero. De hecho ni siquiera había invernaderos. Ni plásticos. Los animales de tiro eran las más veloces locomotoras y el tiempo, el del reloj, lo marcaba el paseo solar.

Por entonces había cuatro estaciones (meteorológicas). Y vinieron más tarde las otras, las ferroviarias. Que si las de autobús después. Y las paradas de taxis para reemplazar a las de caballos (relegadas ahora a cuatro mal contadas en pleno centro de Málaga. Porque las de Mijas son de burros. De burro-taxi.

Todo es bien distinto en este año 21 del siglo 21. Pandemia mediante, extraordinariamente diferente. De aquellas estaciones hemos pasado a dos. Que si frío que si calor. Olvídense del refranero, como de la elegancia o ciertas normas de educación. Olvídense del sentido común.

Porque hubo una época en la que a nadie se le ocurría celebrar un Mundial de fútbol en la arena del desierto. Como tampoco existían las pistas de nieve a cota cero o los torneos de vóley playa en la Europa más continental. Eran tiempos en los que costaba imaginar a miles de bañistas tomando las aguas abiertas, en pleno mes de mayo, como si no hubiera mañana.

Digo todo esto porque comenzaba esta fin de semana la Liga Provincial de Barcas de Jábega, la copa a la que da nombre el inolvidable Pepe Almoguera, y hubo algún bañista despistado al que hubo que sortear con destreza en plena competición. Desconozco a ciencia cierta si el susto fue para tanto.

No obstante, propongo para la décima edición, la de 2022, ese videoarbitraje del que ya «disfruta» el fútbol. Porque le cuentan al cronista que en aguas del club náutico El Candado se impuso La Araña con unas mangas finales bastante ajustadas. Imaginen que la entrada en concurso del mencionado intruso pudo o no decidir el triunfo. ¡Árbitro, mande repetir el penalti!

La imagen me trae a la memoria recuerdos escolares. Una muy nítida tuvo lugar en plena disputa del torneo balompédico que decidiría qué niños y niñas nos podríamos colgar las medallas doradas en la fiesta de fin de curso (sueño recurrente para quienes intentábamos emular a algunos de aquellos melenudos y bigotudos, habituales en los cromos de la década de los ochenta).

Con empate en el marcador y las espadas en todo lo alto, tal y como hubiese relatado un supuesto comentarista radiofónico de patio de colegio, el mejor artillero de mi equipo se dispuso a marcar el tanto definitivo desde el círculo central. El balón iba perfectamente dirigido. Había sorprendido al portero rival. Y ese gol que ya cantábamos estaba a punto de concedernos el ansiado título de campeones.

Una décima de segundo, tan sólo una décima de segundo, como cantaba Antonio Vega, fue suficiente para que pasáramos de la alegría a la indignación. Justo cuando el esférico iba a alcanzar la línea de meta se interpuso en su camino un zapatito de charol. E hizo las veces de guardameta una alumna que, bocadillo en mano, pasaba el recreo pegada al poste izquierdo de la portería.