Opinión | Bajo el puente de hierro

Flor

Hay flores en el infierno, me recuerdo, cuando las cosas se tuercen. Son asfódelos, dedales de oro, alimento de los que se han ido. La belleza es el ovillo con el que juguetea un gato, que es el tiempo. Fiera minúscula e implacable, silenciosa y desapegada. Los días se arremolinan en el sofá. Pasan, sin más, hasta la noche. Y luego los adioses, como un abanico que montamos varilla a varilla. En noches de calor, desplegamos su patria de ausencias.

Yo hoy quería hablar de la subida de la luz. De cosas mundanas. De centrifugados de madrugada. Pero ayer me llamó una amiga para decirme que tiene cáncer de mama. La operan en unos días. Los médicos son optimistas. Ella va a ratos, me dice. «Porque nunca se sabe». Y ese no saber es parte de este siniestro viaje, no ya de su enfermedad, sino de cada paso que damos desde la cuna al fuego. Compensa la hermosura del camino, el olor de las especias, cobijarse en la niñez, abrir una botella de vino. Compensan los abrazos, los orgasmos y los almuerzos que se alargan hasta la noche. Compensan los goles y la lengua de los hijos y el mar, tan lleno de sí mismo, tan ajeno al ser humano, tan suyo. «Del océano a las ondas llegaron, al cabo de Leucas, a las puertas del sol, al país de los sueños, y pronto descendiendo vinieron el prado de asfódelos, donde se guarecen las almas, imágenes de hombres exhaustos», cantó Homero.

A ella le deseo el mejor de los caminos. Esto no es una lucha. A la vida llegamos ungidos de casa. Somos ya la lucha de nuestros padres. Heredamos su espacio: Al principio nos lo prestan a ratos, luego lo compartimos, más tarde lo disputamos, finalmente es por completo nuestro, pero ya no están ellos, por lo ese campo está abonado con melancolía. Las flores se plantan, los muertos se sepultan. A ambos les sucede el párpado de tierra. Por eso los asfódelos, con sus pétalos blancos y su danza triste. Acaricié la cicatriz de una cesárea en el vientre de una amante. La suya era horizontal, como la aurora. La de mi madre, le dije, es vertical, como la noche. El corazón es una casa que arrastra sus muebles a horas intempestivas. Morimos y nacemos y jugamos y enfermamos y nos curamos y volvemos a temer el dolor propio y, sobre todo, el ajeno; porque en los demás está la medida de nosotros mismos. Las fronteras de niebla, que escribió José Luis Amaro. Llegan los hijos y ponen sus pies diminutos junto a los nuestros. Seguimos. Dudamos. Nos equivocamos con estrépito y acertamos con timidez.

La enfermedad de mi amiga ha convertido mis tragedias griegas en teatros de guiñol. La enfermedad mitiga el drama y la blandura. «Confiemos en los médicos y no descuides tu risa», pensé. Pero dije cosas más pedestres, porque en la tristeza soy particularmente torpe. Amar es un abrazo transparente. Como me lees, te digo: La vida es un paisaje que jamás dejamos de contemplar. Sigue asomada a la existencia con idéntico e infantil asombro.

«¿Qué hacéis cuando se pierde? ¿Entrenáis, intentáis mejorar, estudiáis estrategias?», me preguntó una compañera de trabajo cuando me ve en la oficina con los codos despellejados tras la pachanga. «Cuando ganamos, bebemos felices. Cuando perdemos, bebemos enfadados». Me sirvo un café. Desordeno los papeles. Le araño algunos minutos a mis obligaciones. Estoy en otra parte. Observando los asfódelos. La belleza nos ata a la vida con sus nudos de medusa. Vivir es educarse en la tragedia. Somos entusiasmo. Placer. Qué vehementes en nuestras existencias mínimas. Qué generosos pese a conocer el final del libro. Con qué pasión lo leemos y releemos, tumbados en el sofá, con tierna fascinación, con un júbilo albino.

«Alguien abre una puerta y recibe el amor en carne viva», escribió Ida Vitale. Es esa puerta la vida. Con su trasiego y sus portazos. Con su brisa y el calor invadiendo las estancias. Es esa puerta de pomo gastado y marcos arañados. Esa puerta que se abre, siempre, a la esperanza. Al horizonte naranja. Cicatrices en los cuerpos, garabatos del dolor, memoria y flor futura.