Opinión | 725 palabras

Arremuescos y dingolondangos

Buscando una llave me di de bruces con una idea articulada por dos palabras ayuntadas por una conjunción. Una cuartilla cuadriculada más ambarina que blanca les daba cobijo. Aquel viejo papel era exponente de un anchuroso y luengo trecho de mi existencia durante el que siempre leía con pluma y papel a mano, para anotar las palabras que llamaban mi atención. A posteriori, durante años, las investigué, las saboree y las incorporé a mi kit palabrero. Decía Borges que «uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído». A pequeñísima escala y desde una perspectiva distinta, aquel papel pajizo abundaba en la idea del maestro.

En aquel tesoro reconocí el trazo grueso de mi pluma y recordé su significado, y hasta llegué a circunscribir su edad en un escuetísimo rango de fechas. Dingolondangos no son otra cosa que arrumacos, achuchones, abrazos, apretones... Arremuescos son la misma cosa, con la diferencia de que toda vez llevados a Hispanoamérica por nuestros descubridores se quedaron a vivir allí. En ambos casos definen nuestro más escaso y deseado bien desde el infortunado inicio de nuestra enmascarillada y socialmente distanciada historia reciente.

A-bra-zo por su realidad experimentable tiene un qué celestial, pero no tiene nada que ver con la sonoridad mágica de dingolondango. Din-go-lon-dan-go invita a sentarnos ante el piano para inundar de ritmo y compás las caderas del respetable. Por su parte, la gracia de arremuesco reside en que como zangamanga, barrumbada, zorrocloco, zurriburri, argamandijo… revive vivamente la fineza del munífico cálamo de Quevedo.

En síntesis, lo que ocurrió aquel día fue que dos palabras ungidas con la culta pátina del tiempo me abdujeron y me trasladaron a la naciente segunda mitad de los sesenta, que es una parte esencial en la metáfora de mi vida. Curiosamente, ahora, al mencionar los lejanos sesenta y mi vida, se me ha ocurrido que quizá ya sea el momento de tomar consciencia de que yo, como Groucho Marx, de cuando en vez, también debería confesar que nací a una edad muy temprana...

Sé que en aquel momento tempranero de los sesenta no caí en considerarlo, pero ahora lo remedio: dingolondango y arremuesco, ambas, aunque más una que la otra, son palabras lo suficientemente «kilométricas» y ampulosamente rimbombantes como para erigirse en dignísimos ejemplos de la sesquipedalia verba a la que se refirió Horacio en su Ars poetica, como ejercicio literario a evitar. Ciertamente, la «archisilabogía», a mi humilde entender, es una querencia fea convertida en indeseable tic lingüístico; un automatismo deslenguado especialmente protervo cuando sus lanzadores son los medios de comunicación que ejercen de propaladores de estilo, aunque, a fuer de sincero, cada vez lo son menos.

En fin, retomo el rumbo y voy al grano: la ausencia de abrazos y de gestos amorosos hiere al cerebro sano. Las ciencias psicológicas y neuronales vienen explicitando empíricamente los efectos directos del apego, el enamoramiento y el amor en la salud general del hombre y dan fe empírica –permítaseme el oxímoron– de que arremuescos y dingolondangos son agentes activos en el equilibrio hormonal relacionado con la felicidad.

Obsérvese, si no, cómo el primer abrazo de mamá, aún dolorida por el parto, hace que nuestro minúsculo cerebro active los mecanismos reguladores de la serotonina, la dopamina y la oxitocina para desactivar el estrés que nos produce nacer. A partir de ahí, instante a instante, arremuesco a arremuesco y dingolondango a dingolondango vamos hilvanando todo un entramado neuronal que convierte al abrazo en un activador de felicidad medible por la actividad en la corteza prefrontal izquierda que es el barrio residencial del cerebro en el que está censada la felicidad.

Por el bien de todos, paciente leyente, urge que los arremuescos y los dingolondangos regresen antes de que nuestro sistema emocional enferme. Y para ello es menester que los que con sus descerebrados actos demuestran ser el eslabón perdido entre el y mono y el ser humano asuman la responsabilidad que les corresponde y dejen de hacer animaladas en forman de botellones descontrolados. En otro momento me referiré a los inexistentes arremuescos y dingolondangos entre políticos que permitirían trabajar por España bogando en el mismo sentido. ¿Por qué la oposición de ahora y de siempre no se llamará «irresponsable oposición insensatamente destructiva»?

«Nadie está libre de decir estupideces, lo grave es decirlas con énfasis», lo dijo Michel de Montaigne.