Opinión | El ojo crítico

Fernando Ull Barbat

25 años del España se rompe

Una vez más la política de la crispación ha beneficiado a Vox, partido de ultraderecha que se encuentra cómodo en el populismo ultranacionalista, y ha perjudicado al Partido Popular de Pablo Casado, formación que no logra encontrar un equilibrio entre ser un partido de centro derecha al estilo de la CDU alemana, partido liderado por Angela Merkel, y la necesidad de pactar con Vox para poder gobernar. Pretende Casado diferenciarse de las ideas racistas, xenófobas y clasistas de un partido que, aunque ha tocado techo electoral, como vimos hace unas semanas en las elecciones autonómicas madrileñas, mantiene un apoyo electoral lo suficientemente importante como para que el PP lo necesite para poder gobernar en las tres administraciones españolas.

Lo malo de asistir a una manifestación que no has convocado y a la que no te quieres sumar de manera plena pero sí que se te vea es que hay que guardar un difícil equilibrio entre estar y no estar y por tanto entre que no se te pueda culpar de haberla organizado, pero tampoco de no haber asistido. Los gritos de desaprobación que se pudieron escuchar el pasado día 13 contra Pablo Casado e Inés Arrimadas por su presencia en la plaza de Colón de Madrid, unido a los conatos de enfrentamientos que se produjeron entre manifestantes por culpa de lo escrito en las respectivas pancartas de protesta, me recordaron a las disputas que sucedieron a menudo entre las distintas familias políticas que apoyaron al dictador Franco, cuando los partidarios del franquismo se peleaban entre sí por ser más franquistas que nadie mientras al mismo tiempo trataban de hacerse con la mayor parte posible del botín que obtuvieron del bando republicano después de la guerra civil española.

Una vez más el Partido Popular reniega de su condición de partido político de Estado para colocarse detrás de una pancarta. A pesar de que este tipo de medidas siempre ha resultado negativo para los intereses populares, como fueron las manifestaciones en contra del matrimonio homosexual o la recogida de firmas contra el Estatuto catalán, Pablo Casado no ha dudado en centrar sus ataques en la previsible concesión de indultos a los principales responsables del referéndum fallido del 1 de octubre de 2017. Lo fácil, en esta cuestión, es decir que no a todo y calificar estos indultos como una afrenta histórica a la nación española o el mayor oprobio causado a la democracia. Pero la realidad es que, en España, guste o no, existe un número de personas que por el motivo que sea prefieren ser reconocidos como originarios de una región y no de un país. En una época en la que las fronteras tienden a desaparecer gracias a la integración europea y a una conexión económica y social como nunca se ha conocido en Europa, los localismos deberían ser vistos como algo anacrónico, pero la realidad es que el nacionalismo local y regional ha cobrado fuerza en los últimos años.

También hay que recordar que buena parte de la tensión que se ha generado en Cataluña en los últimos años ha sido como reacción a la intransigencia de la derecha española y a una forma de hablar y de expresarse acerca del independentismo que ha generado irritación y deseo de revancha en la mitad de la sociedad catalana. Yo no sé quién tuvo la brillante idea de fomentar un boicot a los productos catalanes, de recoger firmas en la calle contra un Estatuto de Autonomía que habría disuelto las tensiones y encajado a Cataluña en la Constitución Española o la de gritar a los cuatro vientos que si los líderes independentistas no se pasaban treinta años en la cárcel era debido a la intervención del Gobierno socialcomunista chavista.

Resulta evidente que el PP tiene pánico a que el PSOE resuelva el problema catalán para unas cuantas generaciones. Ya pasó con el fin de ETA, cuyo final ocurrió gracias al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. La carta de Oriol Junqueras admitiendo que la declaración unilateral de independencia no tiene viabilidad en el nuevo escenario político supone admitir de hecho que la independencia no tiene ninguna oportunidad. Encontrar un definitivo encaje de la mitad de los catalanes en la Constitución Española será una realidad, pero para ello es necesario convencer con las palabras y con gestos. La agresividad y la continua invocación de la cárcel como única posibilidad de resolver el conflicto catalán solo consigue alargar la incomprensión y fomentar la intolerancia desde las posiciones más radicales.

Si el Partido Popular quiere terminar con el deseo independentista de la mitad de los catalanes sólo tiene que llamar a José María Aznar. Después de basar su campaña electoral de 1996 en su famoso España se rompe, al día siguiente de la noche electoral ya estaba hablando con Jordi Pujol para la formación de un Gobierno de coalición. Pujol no quiso y se limitó a dar su apoyo en la investidura. «¡Nos lo dan todo!» decían eufóricos los diputados de Convergència i Unió por los pasillos del Congreso de los Diputados.