Opinión | Bajo el puente de hierro

Pájaros

Couchsurfing

Couchsurfing

Mi hijo mayor quiere ser un pavo real. Usa los abanicos de su abuela como cola. Los despliega, los apoya en la base de su espalda, y se encorva buscándose en los espejos. Imagina un plumaje cobalto, la majestuosidad, el misterio de sus ocelos. Me aterra su fragilidad y me enamora. Le observo con la quietud con la que observamos a los animales. Con miedo a espantarlo, a que se asuste, a que con un bajo vuelo se aleje de mí. Quiero estar en todas partes. Quiero habitar su corazón para siempre, pero es un pájaro narciso que camina lejos. Nos separa el tiempo. Yo me iré algún día y él se quedará aquí, con sus juegos y sus brazos blancos y sus mellas y esos párpados de gigante dormido. Ser padre es la coreografía de un adiós, un baile abrupto y futuro. En Málaga hacía couchsurfing. Vivía solo y dejaba sin costes el sofá-cama de mi casa a viajeros que necesitaban pasar una noche en la ciudad para combinar sus vuelos o hacer paradas en sus vacaciones. Una vez vino Giordana, una italiana de Perugia, que recorría Andalucía con el dinero que sacaba haciendo acrobacias en las plazas de las ciudades que visitaba. De sofá en sofá, haciendo autostop, con una mochila enorme y un móvil viejo. Entró en casa. Cojeaba. Le pregunté si estaba bien y me dijo que se había hecho daño en un salto. Tenía el tobillo ennegrecido. Apenas podía caminar. Se tumbó en el sofá y se quedó dormida. Cuando volví del trabajo seguía tumbada. Veía algo en televisión. La hinchazón no cesaba, pese al hielo. Le traje una crema de la farmacia. Le pregunté sus planes. Quería ir andando hasta la autovía e intentar buscar un coche para llegar a Granada. «No puedes caminar así», le dije. «Ya sé», me contestó en un castellano suave. Era delgada y morena. Con ojeras azules y manos de hueso. «Puedes quedarte una noche más, hasta que puedas seguir con tu camino», le dije. «Gracias», contestó.

Pasó cinco noches más. Me enseñó a hacer recetas italianas. Me hacía una lista de la compra y yo llegaba cargado del súper. Nos reímos. Me contó su historia, su tierna huida, su miedo a volver a una ciudad a la que nunca la quiso. Las caderas de su madre. El precipitado adiós de su padre. Sus años en el circo. Sus muchas novias. Los grandes pechos de Silvia. La nariz perfecta de Aurora. Sus noches al raso. Los partidos de fútbol que iba a ver cuando jugaba su hermano. Hablaba con melancolía, alargando cada sílaba, con un cansancio dulzón. Bebíamos vino barato. Fueron mis meses del dolor. Yo tenía un estudio en el centro del Málaga, pero también estaba en huida. De mí mismo. De un hogar astillado. De un amor que reventó de amor. Agradecí su quebradiza presencia. Fijó su marcha un martes, en la mañana. Me fui al trabajo temprano. Nos despedimos con un fuerte abrazo. «Suerte», le dije. «No tengo palabras», me dijo ella. «Nada. Ya ves. Un sofá unos días». Sonreí. «Tira de la puerta fuerte cuando te vayas», grité ya en el descansillo. Me guiñó. Alzó su mano albina. A veces uno extraña lo que nunca tuvo. La eché de menos al empujar la puerta. Todo estaba en orden, las persianas bajadas, los cojines coquetamente ordenados sobre el sofá vacío. Una nota con un poema de Pavese: «Sono vivo e ho sorpreso nell’alba le stelle. La compagna continua a dormire e non sa». Tenía el papel en las manos cuando escuché un ruido detrás del sofá. Me agaché y no vi nada. Eran músculos diminutos, supe, por su fiereza muda. Un batido de alas haciéndose un hueco entre la pared y el respaldo. Aparté el mueble como pude y salió frenético y en vuelo un pájaro amarillo y negro. Se golpeó contra el cristal de la ventana. Siguió intentando escapar, buscando un hueco, atravesando la pared, suicidándose contra las puertas y los cuadros. Quise cogerlo pero no pude. Le abrí todas las ventanas pero nunca acertaba a encontrar el camino de vuelta al cielo. Pensé en Giordana. ¿Y si no se fue? ¿Y si minutos antes de partir se convirtió en ese pájaro que ahora se eleva ciego sobre mi hogar? Compartían delicadeza, un sedoso abandono, una tristeza de plumas cayendo como lluvia. «Vete», le grité. «Te vas a matar», le grité. Los golpes sonaban secos y minúsculos. En un arreón de aire, por fin, encontró el camino. Le seguí con la vista hasta que se confundió con las nubes, entre las desgarbadas y sombrías palmeras. Estoy vivo y he sorprendido las estrellas en el alba. Mi compañera continúa durmiendo y lo ignora. «No deseo nada más en esta tierra», dejó escrito Pavese antes de marcharse. «De niños soñábamos con ser astronautas y, ahora, los astronautas sueñan con ser niños», decía Carla. Yo deseaba crecer rápido con tanto ahínco como ahora deseo retornar sobre mis pasos. Nos giramos en la vida como los enfermos en sus camas. Nunca estamos cómodos porque las cosas también duelen por dentro. Dios me libre de los simpáticos, que de los agrios ya me libraré yo. La antipatía es una suerte de insurrección. Sólo las hienas y los idiotas ríen todo el rato. Reivindico la hondura y el hartazgo. Estoy cansado de que todo lo que suceda merezca un chiste. «¡No hay una cerveza como esta!», dijo una turista acalorada tras dar un largo sorbo a una caña fresca en la terraza de un bar. «¿Acaso las has probado todas?», le contestó el camarero. Quiero que mi hijo sea un pájaro, con su trascendencia azul. Como Giordana contra el cristal en su vuelo brusco. Quiero ser todas las cosas bellas que estoy dejando tras de mí, en este camino agostado, sobre esta espalda de tinieblas.