Opinión

Defensa de la Cultura con mayúsculas entre el crepúsculo y el entusiasmo

Vista del Palacio de la Aduana, que alberga el Museo de Málaga

Vista del Palacio de la Aduana, que alberga el Museo de Málaga / EUROPA PRESS/JUNTA DE ANDALUCÍA - Archivo

Un somero vistazo al currículum profesional y a la obra de César Antonio Molina (A Coruña, 1952) produce cierto mareo, algo muy parecido –por placentera y rica– a lo que ocurre con su erudición entusiasta hacia todo aquello que puede englobarse bajo el nombre, con mayúsculas, de Cultura. Hay muy pocos intelectuales en España que hayan dedicado la vida entera al cultivo de casi todos los géneros narrativos (incluido el periodismo, del que se habla en este libro en su relación con la literatura) y, a su vez, a la gestión cultural, alcanzando en esta última las más elevadas responsabilidades.

Es César Antonio Molina un humanista integral que no se contenta con la creación, con el goce personal –y también el sufrimiento– de la interpretación y la creación de mundos sobre el papel, sino que parece empeñado en que esa maravilla, la que más puede acercar al ser humano a algo parecido a la felicidad, esto es, la Cultura y el cultivo del espíritu, sea algo que ataña al mayor número posible de ciudadanos de una nación civilizada. Ciudadanos ilustrados participantes del acuerdo tácito entre los poseedores del conocimiento y aquellos dispuestos a esforzarse, cambiar y mejorar en sus desfavorecimiento, como nos dice en este ensayo extraordinario.

La tesis de este libro de título irónico no es nueva en el autor, que nos ha ido dando ensayos complementarios –La caza de los intelectuales (Destino, 2014), por ejemplo– en los que ya daba muestras de una gran preocupación por lo que considera el peligro de extinción del humanismo, la alta cultura y el prestigio de la intelectualidad y los saberes profundos, en favor de la superficialidad, el divertimento, el entretenimiento y lo vacuo y no duradero. Los que hemos acompañado al autor en buena parte de su producción literaria recibimos este ensayo como el colofón a un corpus de ideas muy necesarias que nadie se ha atrevido a plasmar de esta manera, a saber: con ironía, con un estilo ameno y erudito a la vez, y, ahí está el quid, sin miedo alguno a ser tachado de rancio y prepotente elitista, una repetida acusación que ensucia y enmaraña el debate cultural desde hace ya unos años.

César Antonio Molina cree, como quien esto escribe, en las élites intelectuales y culturales, y cree firmemente en la cultura como el método más adecuado que ha inventado el hombre para, como decía T.S Eliot, hacer que la vida merezca la pena ser vivida. La Cultura no es otra cosa que un método para vivir en una atmósfera propicia de belleza e inteligencia. Siendo esto así, está convencido el autor gallego afincado en Madrid que la cultura mejora el mundo mejorándonos a nosotros mismos primero, algo de lo que, hasta la irrupción de la televisión masiva y el postrero internet, todo el mundo estaba más o menos convencido. Pero es ésta una mejoría personal que cuesta trabajo, que requiere esfuerzo, estudio y un aprendizaje paulatino del gusto, de la estética y de la memoria. No todo es cultura, y son el hombre y la mujer decididos a elevarse los que deben hacer por ir hacia ella, no al revés. El simple entretenimiento, si es cultura, produce un conocimiento superficial, pasajero, que vuelve a dejar vacío el espíritu poco después.

César Antonio Molina ha escrito durante tres años este ensayo, y lo ha hecho a mitad de camino entre el crepúsculo y el entusiasmo. Nos dice –y acierta– que el homo sapiens se ha transformado en el homo pantalicus, y que el ser humano ha devenido en una vulgar presa de las redes de la tecnología, un ser vivo en permanente ansiedad, incapaz de memorizar ni de concentrarse, de leer en profundidad ni de tener un mínimo sosiego vital, algo que entronca con el magnífico ensayo Agitación, de Jorge Freire, que nos habla del homo agitatus. Pero si hay páginas de gran pesimismo en este extenso ensayo trufado de nombres importantísimos (Heidegger, Celan, Freud, Carson, Adorno, Lampedusa, Calvino), el autor de vez en cuando se enmienda la plana a sí mismo, duda, y no le importa admitir que puede estar equivocado y que, quizás, no es capaz de ver los beneficios de esta cultura masiva, valga el oxímoron. De tal suerte que en esos raptos de optimismo llega a contagiarnos de una ilusión por un futuro cultural igual o mejor, que teme no llegar a ver, porque no le cabe duda de que vivimos en la mejor época de la historia, donde, paradójicamente, más se lee y se escribe.

Divide César Antonio Molina el libro, haciéndolo aún más gozoso, en capítulos de diferente extensión, todos esos con la ironía del título en los inicios de la exclamación, entre los que intercala un ameno y riquísimo repaso por la historia de la cultura española, europea y mundial: su auge, su aparente caída y la competencia que ahora tiene con este mundo hiperconectado, mercantilizado y lleno de algoritmos por el que la gente transita como pollos sin cabeza en busca de un hedonismo mal entendido.

A la manera de una coda, me gustaría terminar estas notas (yo no hago reseñas ni críticas, sólo hago público mi entusiasmo de vez en cuando) diciendo que yo me adentré en el la obra de César Antonio Molina gracias a lo que se ha venido llamando Memorias de ficción, una serie de libros donde se mezclan con maestría el diario, la memoria, la poesía, los viajes y el ensayo; una obra colosal que, por sí sola, ya merecería los más altos honores culturales de un país, paradójicamente también, desmemoriado y desagradecido. Con ¡Qué bello será vivir sin cultura! el autor, de forma crepuscular y también esperanzadora, continúa iluminando el camino que seguirá recorriendo una inmensa minoría: todos aquellos que seguimos creyendo que la Cultura, la gran Cultura, siempre prevalecerá, porque sin ella, como decía Melville, somos poco más que un enigma vacío.