Opinión | Bajo el puente de hierro

Más fugaces que la vida

Más fugaces que la vida, son algunos coitos. «Al buffet libre hay que acercarse con naturalidad», dijo Diego. Pasa similar con el deseo. A almorzar uno nunca debe llegar con hambre. Cuando me pasa, me disculpo como el niño que ha desmontado un juguete con tanto entusiasmo que luego no ha sabido cómo montarlo. Desnudarse está al alcance de cualquiera, vestirse tras el polvo exige talento. El amor está lleno de decepciones. En la cama debutamos cada noche. Le pasó a un futbolista de cuyo nombre se acordarán otros. Tenía tantas ganas de estrenarse con España que al entrar al campo empezó a correr como un loco. Persiguió cada balón, se enzarzó con todos los rivales, centró, chutó, regateó y reventó como el toro de la Mezquita. A los veinte minutos tuvo que ser sustituido. El júbilo nos sepulta. Pero si he de morir, Dios no lo quiera, que sea envuelto en sudor, decepción y arrebato.

En Las Vegas siempre pasan cosas, pero ojo a los karaokes. Son infiernos dulces. En los karaokes, como en el amor, uno nunca debe acaparar el micrófono. Hay gente que cree que el karaoke es para uno mismo, pero nada más lejos de la realidad, es un sacrificio que asumimos por los demás. Por eso hay que evitar las baladas y a los Héroes del Silencio. «Yo soy muy respetuoso con la gente que baila». Es otra frase de Diego. Quiero cantar y que la gente se mueva en su loseta. Que derramen los cubatas, que desanuden sus caderas. Por eso canté Ni más ni menos de Los Chichos y Felices los 4 de Maluma, por pura generosidad. Por amorosa responsabilidad. Fue un desastre, pero sentirse vivo también lo es, una hermosa y dorada tragedia.

¿Escuchamos canciones tristes porque estamos tristes o estamos tristes porque escuchamos canciones tristes? Cuando viajo en tren busco lo más deprimente de Spotify. Me sumerjo en los paisajes amarillos, tiemblan los acordes a través del auricular. Suelen ser canciones viejas, de aquellas que me acompañaban en una juventud que devoré, que masqué con voracidad, y quedó aquí como un nervio de carne entre las muelas. Una hebra que trato de sacar con la punta de la lengua, lamiendo el esmalte, empujando su invisibilidad atorada; estrellando en vano el músculo contra los dientes. Es el verano de las azoteas y de las cervezas a deshoras. Es el verano de empezar de nuevo. No hay canción que pueda derribar el olor a Nívea, la sal contra los muslos, el desmayo feroz del sol contra tu espalda. Pablo me empujó a una piscina. Se disculpó. «Sólo entendería las disculpas si la piscina hubiera estado vacía», le dije. El alcohol nos empequeñece, pero nos inmortaliza.

Sólo entiendo la amistad como una sucesión de malas decisiones que terminan siendo divertidas. He perdido a muchos amigos y ahora tengo miedo de que los que tengo a mi lado se vayan. Me hago viejo. Las drogas son malas, pero peor es la tristeza, que es una droga de la que uno nunca se harta. He aborrecido las ginebras y los rones, he aborrecido los vermús y otras cosas, pero jamás he aborrecido las canciones tristes, sonando exigidas a través del auricular, arrastrando su cuerpo de ballena moribunda sobre mi corazón de arena. Tratan de devolverla al mar, pero ahí sigue, inamovible y despellejada, sobre la playa blanca de lo que fui. De lo que ya jamás volverá. ¿Soy yo o son ellas? Without you I’m nothing de Placebo, Creep de Stone Temple Pilots, Young bride de Midlake, Still Ill de The Smiths, Exit Music de Radiohead… mi lista no tiene fin. Los viajes en tren no acaban nunca. Somos habitantes de una estación inmensa.

Más fugaces que la vida y los coitos, son algunos amores. Eyaculadores feroces. Alpinistas de colchón. Amantes futuros. La vida adulta es maravillosa. A mi lado, en este tren que no quiere detenerse, hay dos jugadores de pádel, una señora que se lamenta del retraso y me dice cosas sobre interconexiones y autobuses sacándome de este artículo, también una pareja de argentinos jóvenes que se miran como géminis arremolinados en sus asientos y se besan y se rozan y tienen aún la marca de sus mochilas sobre las clavículas y la rojez del estío en sus mejillas. No pertenezco a ningún lado. Escribo, como puedo, estas palabras. Los columnistas somos gimnastas turbios. Suena To Sheila de los Smashing Pumpkins. Me lanzo a los deseos del mañana como a la piscina de una casa prestada, con colchonetas desinfladas como nenúfares, con insectos patinando sobre su piel celeste. El amor es cloro en los ojos, hombros tiritando, un chapoteo concupiscente y el azul lacial de una tarde que reina y amenaza.