Opinión | Bajo el puente de hierro

Hogar

Hay pisos que no quieren ser domesticados, que se retuercen cuando quieres acariciarlos, que muerden y arañan cuando son llamados «hogar». Salvajes y llenos de heridas, ariscos, endiablados. La lámpara del pasillo no se enciende, hay un charco bajo los muebles de la cocina, el termo calienta demasiado, la ventana del dormitorio no encaja. Son enfados minúsculos. Una incomodidad sin arquitectura. Las familias desembarcan con sus cajas y sus prisas, sus sueños y sus deudas. Los recuerdos confusos. Los niños en cualquier parte. Paso la mano por el gotelé. Compruebo las llaves una a una en la cerradura del portal. El vértigo de las estancias nuevas. Hay casas que son precipicios. Hablo de un amor que se enfría como los tuppers del restaurante chino en la encimera. Las mudanzas son como las estaciones: Adioses apresurados, tímidos reencuentros, un montón de gente despistada, que camina sin saber muy bien a dónde va. Hay pisos que muerden, que tiemblan, que se revuelcan y huyen. A los perros les gusta arrastrarse sobre los pájaros muertos. A las familias les gusta arrastrarse sobre las sombras de familias que ya no están. Hay amantes hundidos en el sofá. Miran las cajas sin abrir. Los libros en su caos. Los cuadros en el suelo, apoyados contra la pared. Hay amores cuyo futuro chisporrotea en un casquillo desnudo.

«Me he enamorado de esta armonía convicta donde suceden cosas bajo el título de nuestra edad», escribió Julieta Valero. Habitamos los hoteles, somos extraños en nuestro hogar. Cien metros cuadrados de jungla albina. Cortinas por colgar. Ikea: la tumba del amor. Hacemos el reparto de los armarios. Hacemos el reparto de nuestra soledad. Nos cogemos de la mano en el sofá, ella echa las piernas sobre mí. «Estoy aquí», piensa. «¿Qué es aquí?», pienso. Este piso es sólo una extensión de nuestro amor, la cáscara oscura que protege el pacífico fruto. El cansancio de los días. La televisión habla para sí misma, como una loca. Hay bolsas amontonadas en la cocina. Una radio que suena en alguna parte. Berbiquí. Un cementerio de peluches. Cerveza enfriándose desesperada en el congelador. Todo amor se construye sobre el desorden. Abdico. Soy un príncipe coronado con sudor y abatimiento. La esperanza es un paisaje azafranado. Soy amable con los vecinos. Soy amable con la china de la tienda de abajo. Soy amable con el jardinero desagradable. Soy amable con todos menos conmigo. Me evito en el ascensor. Acelero el paso cuando siento que me acerco a mí mismo. Soy un desertor apasionado. Es más valiente el que corre que el que se queda quieto. Buscamos casas nuevas para mirarnos de frente, como en espejos sucios, cristales ocres, un fulgor extinto.

¿Quién no buscó una casa por amor? ¿Quién no luchó contra las fontanerías viejas y los cables delgados? ¿Quién no preguntó por cocheras en el barrio, amarró la bicicleta en el portal, cambió el papelito del buzón con dos nombres como dos soles superpuestos, como un guiño de esperanza, como un augurio? ¿Quién no regó las plantas con disciplina y mimo? ¿Quién no se durmió sobre los muslos de su amante en el sofá, con la película ya avanzada, con el paquete de Doritos sobre la mesa, con la ofrenda de un mañana? ¿Qué somos además de cajas escondidas bajo la cama? ¿Qué somos además de contradicciones y transferencias mensuales y publicidad del Telepizza en la nevera y perros que ladran de madrugada y Canal Sur a todo volumen en la casa de la vecina y miedo a perderlo todo y miedo a cansarte tú y esta ilusión negrísima y este hogar que cruje por las noches? Contadores de agua, bombonas de butano, la somnolienta luz de los semáforos. Comienza la existencia, tras la puerta, heredamos historias viejas. Antes ya habitaron esta casa. Antes ya amaron y sufrieron y dijeron hola y adiós como en un suspiro. Antes ya miraron satisfechos el puchero y guardaron salmorejo en el frigorífico. Antes ya los niños batallaron dóciles en el sofá. Antes ya lo de ahora, como en una de esas series norteamericanas donde cambian de un día para otro a los actores. Y el hogar hace como que son los mismos, pero se resiste a seguir siendo el plató que alberga tantos guiones sin gracia, tantos amores imposibles, tantos vaivenes y líneas vacías. Por ese se rebela, el hogar como una fiera. El hogar que gruñe y se estropea y agrieta el techo y hace saltar los azulejos. El hogar que nos recuerda que estamos de paso en su pecho de nieve, al son de su disparatado y colérico latido.