Opinión | De buena tinta

Tres disparos

Cuentan que el asesino disparó tres veces: la primera, al aire; la segunda, contra quien fue su pareja; la tercera, sobre sí mismo. Quizá lo más inútil del mundo sea pretender acercarse a sucesos como éste desde los parámetros de la racionalidad y el entendimiento. Ese porqué sin respuesta que nos asalta y nos lacera siempre quedará difuminado en el aire, como un girón de nube que termina por barrer el viento. Incluso el anecdotario de cotidianeidad que circunda la escena de la masacre es digno de estremecimiento.

Cuentan que el asesino y posterior suicida se tomó un café en un establecimiento de la zona mientras esperaba a su víctima. Quizá ese café fuera su último agarradero a la normalidad con la que nos protege la rutina. “Es la hora del café”, se diría; y ello a pesar de saber a ciencia cierta que, pocos minutos después, ya habría abandonado los espacios de este mundo llevándose a alguien con él. Todo suicidio es un fracaso, una derrota personal y social. Pero aquel suicidio que deja más de un muerto alrededor se mueve dentro de los círculos más extremos de la malicia, el egoísmo y la obsesión. El segundo de esos tres disparos es, sin duda, el principal: el que pincela el drama, el disparo del asesino, el que acabó con la vida de la que fue su pareja. Ese disparo quizá traiga causa en los celos, en el injustificable deseo de posesión sobre el otro, en la venganza, o sepa Dios. Ese segundo disparo, el del asesinato, es el que define la naturaleza del ejecutor porque, tal vez, el asesino no habría llegado al suicidio si hubiera obtenido de su víctima lo que él pretendía. El asesino, por tanto, no era un suicida al uso de esos que, simplemente, ajenos al mundo y sin razones para continuar en él, se quitan la vida. Es por eso que el tercero de esos disparos tan solo trae su justificación en la cobardía que pretende evitar la consecuencia que genera el segundo: soportar el drama personal del señalamiento como culpable, el rechazo social, el proceso judicial y la consiguiente condena. Ese tercer disparo, por tanto, es un disparo suicida, sí, pero que se condiciona a la ejecución del segundo disparo: porque bien pudiéramos pensar que si José no hubiera conseguido acabar con la vida de Mari Ángeles, el suicidio no hubiera acontecido. El suicidio es tan solo un mero trámite secundario que depende del asesinato. Las rupturas entre parejas, cuando no tienen remedio, provocan por sí mismas y sin embargo la mejor contextualización para hacer frente al episodio de la desavenencia irreversible: un infinito horizonte de absoluta libertad donde cada uno por su lado puede rehacer, modular y reconstruir su vida como mejor le plazca. Todo lo que sea reincidir desde la extorsión y la fuerza en inercias que ya no tienen recorrido, forzando al otro a sentir lo que ya no siente, es un error absoluto que sólo nos acerca, tanto más mientras más se persista en él, a los barrancos de la tragedia. Es por eso que, quizá, envuelto ya en el halo de dolor y oscuridad que le hizo pasear por Huelin con la escopeta al hombro, ese café sobre el que yo insisto tanto fuera la última oportunidad que José debiera haber aprovechado para escapar de la fatalidad. Ese café rutinario, de primera hora de la mañana, es el que nos avisa de que estamos vivos, de que amanece una vez más, de que la vida que nos resta puede ser nuevamente moldeada y de que todo horizonte en libertad es signo de esperanza si sabemos dejar atrás lo que ya no tiene sentido mantener cerca. Quizá José se lo pensara, nunca lo sabremos. Quizá ese café fue el último amago de luz y esperanza al que pudo aferrarse antes de pulsar ese botón rojo que desencadenaría el desastre: el primer disparo. Ese primer disparo al aire del que aún no hemos hablado y que pareciera no tener importancia, pero que sirvió de cooperador necesario y detonante para desatar y confirmar el plan de los demonios interiores, desvaneciendo toda oportunidad de redención que bien pudiera haber inspirado la soledad del café y arrojando definitivamente a las grietas del olvido todo resquicio de humanidad, de esperanza y de salvación.