Opinión | 725 palabras

Aquel espejo

Hacía tiempo que había decidido retirarme, romper y cortar conmigo mismo, con la sana intención de renacer, aun todavía otra vez más. Como parte del proceso sanador, cada día hacía la misma ruta, una ruta nueva en mi vida, que casi en su mediación me obligaba a pasar frente a un establecimiento de nuevo cuño, cuya moderna fachada era un estilosísimo espejo en sí misma.

Día tras día veía el espejo de aquel establecimiento y el trasiego de gentes –y personas– reflejadas en él, que lo circulaban con el paso cambiado. Ya sabe, amable leyente, que entre las capacidades propias de los espejos están las de mudar a las izquierdas y las derechas de sus ortopédicamente idealizados sitios, esos sitios en los que los ideales inmovilistas demuestran cotidianamente su torpeza y las ideas perecederas su incoherente consistencia.

El hemisferio derecho en la realidad de los espejos es el izquierdo en la realidad reflejada, y viceversa. En los espejos, los sesudos argumentarios racionales y monolíticos fluyen y se fijan en el hemisferio derecho y la poesía y los conceptos abstractos y artísticos en el hemisferio izquierdo. O sea, el mundo al revés... Los espejos son la metáfora de las realidades paralelas bien avenidas.

Recuerdo un día en el que un músico callejero, todo un artista en el sentido más rotundo del concepto, desde el espejo expresaba su emocionado mensaje musical con el hemisferio izquierdo, un mensaje que invadía y enamoraba a las almas de los que lo sentíamos desde el hemisferio derecho, que es donde moran la emoción y el sentimiento que no viven en el insondable fondo de los espejos. La guitarra del artista del espejo era una guitarra para zurdos. Esencialmente, todo el artista del espejo era zurdo, pero con un exquisito oído.

En otra ocasión acerté a vislumbrar en el espejo a dos efervescentes hemisferios edilicios que pugnaban por ser el hemisferio dominante en la escena. El bienfortunado de ambas partes del espejo era un concejal que no acertaba a decidir con qué hemisferio quedarse para la ocasión. Vi perfectamente cómo echaba mano de una margarita de fortuna y acometía el «sí, no, sí, no...» propio de las elaboradas decisiones científicas basadas en el ortodoxo método de la margarita, para saldar su decisión en ambas partes del espejo.

Puede que el afortunado concejal hasta estuviera ensayando su intervención en el triste asunto del alardoso «Hotel-Torre del puerto», ese símbolo fálico que torpemente pretende cambiar el paisaje de «Málaga la bella» mediante una desproporcionada erección cementera, so pretexto concluyente de un hotel que convertiría el paisaje de Málaga en el primer paisaje transexual de la historia de la humanidad. En casos como este, ni la actividad en el espejo ni la de las afueras del mismo funcionan por sí solas, porque el desatino interesado no es cuestión de espejos, ni de hemisferios.

Con el tiempo mi visita al espejo se convirtió en una rutina adictiva, hasta el punto de que cuando la agenda me impedía la visita me sentía un ser culpable por omisión. En aquel inmenso espejo aprendí a reconocer a los zamacucos torpes y a los que mediante engañifas fingen serlo para su provecho, y a los autopropalados ovantes que nunca lo fueron, que para no ser descubiertos se agazapan de sí mismos en los intrincados surcos de sus sombras, y a los irredentos charlatanes que nunca descubrirán que el silencio es parte principal de la grandeza de la conversación... Los espejos son luminosos ventanales abiertos de par en par al mundo para demostrarnos de dentro afuera.

Aquel espejo me llevó a observar con fruición una profundidad apotropaica que nunca vi en otro espejo. Valga un solo ejemplo: Un día luminoso, un orangután se mantuvo fijo durante varias horas esperando que el espejo lo reflejara como un ser humano, cosa que jamás ocurrió. Inmediatamente después un ufano joven humano terminó aterrado porque aquel espejo mágico lo reflejaba como un vetusto y cansado orangután asombrado de serlo.

En todo caso, para ir terminando, independientemente de mi concepción en cuanto a que los espejos son «luminosos ventanales abiertos al mundo», porque cada vez estoy seguro de menos cosas y por respeto a su autor y a su nombradía, tampoco me atrevo a despreciar el criterio de Jean Cocteau cuando expresó aquello de que «los espejos deberían pensárselo dos veces antes de devolver la imagen».